Árbol Gordo Editores

lunes, 23 de marzo de 2020

Puertas adentro: la oveja cobarde de la familia.


Cuando mis nietos me pregunten cómo conocí a su abuelo, probablemente comience el cuento diciendo que era mi cumpleaños y que en la fiesta sólo estuvimos presentes mis padres y yo por culpa de un virus chino y una cuarentena.

De cualquier modo, afirmar que el virus es chino es impreciso, especialmente cuando las científicas que demostraron que el origen de la pandemia tuvo lugar en un laboratorio en Arizona aparecieron muertas en circunstancias misteriosas. Misteriosas es una forma de decir, no me acuerdo cómo se dice cuando los restos que se encuentran tras la inesperada explosión de un avión resultan ser un par de brazos maniatados.

Hay muchas palabras que ya no recordamos y hay muchas otras que ya ni siquiera sabríamos escribir, aunque supiéramos qué significan.

Hace un par de días, hicimos FaceTime con el hijo más chico de mi hermano por su cumpleaños. No consiguió leer la tarjeta a mano alzada que le habíamos enviado junto al videojuego. Literalmente, pensó que era un dibujo. A los niños ya no les hacen escribir a mano en la escuela.

El esposo de una de las científicas muertas reconoció el anillo de bodas, dijeron online, pero después no se supo nada más. Después fue todo silencio virtual, una calma impensada. 

El silencio que vino me exige cuestionarme alguna cosa, pero puertas adentro lo revolucionario tiende a ser un tanto más frágil. Sé que es preciso pedirle explicaciones sobre la tormenta a aquellos que permanecen en calma frente al caos, pero ni siquiera sé con quién tendría que hablar. No conozco el nombre de muchas personas que tienen el mundo a cargo.

También es cuestionable esto de llamar cuarentena al encierro: el ocho de marzo pasado cumplimos veintinueve años en casa. Es un montón. En internet le dicen “la pausa”.

Recuerdo perfectamente el primer año: fue una locura. Yo habré tenido poco menos de seis, pero retengo en detalle las imágenes que vi en YouTube (en la época que YouTube era gratis): personas que jamás se hubiesen saludado combatiendo cuerpo a cuerpo contra la policía y el ejército para hacer valer su derecho de circular libremente. 

De esa gente rebelde ya no queda nada, del ejército tampoco.

En los siguientes dos años, el veinte por ciento de la población adulta se había suicidado. Mi abuela también se suicidó, aunque mis padres quieran creer que se confundió con los remedios. Yo ya no discuto sobre la muerte de la abuela. Yo hubiese hecho lo mismo. Lamento siempre haber sido la oveja cobarde de la familia.

El año que Gonzalo se fue de casa se pusieron más bravos con el tema de los traslados. Ese mismo año, me olvidé de la palabra parque y aprendí la palabra paradero. Me olvidé de la palabra río y aprendí la palabra muerte.

Sucede que la gente se moría por todos lados.

Cuando nació mi sobrino, China comenzó a construir la primera ciudad hermética, diez metros debajo de Chengdu. Ayer, a cincuenta pies de la vieja Madison, Wilson inauguró Underland, la ciudad subterránea más grande del inframundo, del tamaño de Tucumán.

En la Tierra ya no queda nadie, nos dijo mi abuela la noche antes de confundirse con los remedios. Éramos un hormiguero, ¿te acordás que éramos un hormiguero, Cacho? Lavalle y Florida, qué días. Ahora somos los restos del veneno. El mundo allá afuera resplandece y a nosotros nos siguen prohibiendo pisar el césped. Qué picardía. Si tan sólo pudiera pisar el césped una última vez.

Esa noche pensé mucho en la abuela. Es cierto que nos habíamos visto solamente dos veces fuera de la virtualidad: cuando nací y cuando se fue Gonzalo. De cualquier modo, la memoria de mi piel sabe todo sobre su abrazo.

Del día que nací recuerdo cada detalle: el color de la sala, la voz de los médicos, los ojos de mi padre llenos de lágrimas, la voz amorosa de la abuela. Habré visto la grabación medio millón de veces.

Cuando Gonzalo se fue, yo era chiquita. Entre él, mamá y papá le pagaron el Uber a la abuela. De esa noche tampoco me olvido más, aunque los videos pasen a revisión y el gobierno piense que son peligrosos y los suprima.

Esa noche, la abuela estaba radiante. Contenta como ninguna pantalla pudo mostrármela alguna vez. Brillaba como la luna bajo la luz opaca de la casa, tenía olor a crema y a colonia y una sonrisa que se llevaba por delante nuestros suspiros.

Ya nos conocíamos, sí, pero no era lo mismo. Sentí de inmediato que no era lo mismo. Las pantallas nunca podrán reemplazar lo que se siente hundirse en la carne tibia de la persona que amamos.

Esa noche, la abuela y yo nos enamoramos para siempre.

Cuando se tuvo que ir, lloré desconsolada. Gonzalo se ofendió, me dijo que por él no había llorado tanto, pero no le presté atención. El pecho me ardía como un millón de gotas de agua hervida salpicándome por dentro. Hoy, tantos años después, vengo a confirmar lo que entonces sospeché: que jamás volvería a llorar así por nadie.

La visita fugaz de la abuela había resultado ser alguna certeza, la prueba de que existe un mundo paralelo en el que los nidos vuelan hasta los pájaros.

El alma se me escapaba de a gritos. La abuela me abrazó con todas sus fuerzas y me dijo yo voy a estar con vos para siempre. Después me quedé dormida.

Cuando me desperté era de día y Gonzalo y la abuela no estaban. Mi mamá me dijo si gritás te vamos a tener que poner otra inyección. Cacho me dijo vos entendés que no va a poder venir nunca más la abuela, ¿no?

En efecto, la abuela no vino nunca más.

Cuando crecí, mamá y Cacho me explicaron sobre el síndrome del visitante. 

Qué sabíamos nosotros que ibas a reaccionar así, me dijo mamá. Si vos habías visto tantas veces el video de cuando naciste, charlaban siempre, se conocían.

Cacho me dijo que no me asuste, que en su momento le pasó a muchos nenes. Que fue como un brote y que justo en la época que Gonzalo se fue de casa, prohibieron las visitas por un par de años.

Se mató mucha gente cuando prohibieron las visitas, pero mi padre no tocó el tema. De algunas cosas no se hablaban porque no era recomendable. Algunas ideas podrían traducirse en conductas de riesgo para el individuo y la célula, explicaron los mismos médicos que habían inventado la inyección para dormir a los nenes que no podían controlarse con las visitas.

Mientras cenábamos, llegó la encomienda. Gonzalo me había mandado maquillaje digital. Le habrá costado carísimo, pobre estúpido. No sé de dónde sacó la idea de que me gusta filmarme con la cara llena de ese barro inmundo que cobra vida frente al ojo de la cámara. Igual, le dije que gracias. Se ofende fácil, él. Mi mamá dice que es delicado.

Fue papá el que se dio cuenta de que había algo más en el fondo del mensajero hermético: un sobre pálido que había pasado desapercibido contra el fondo blanco de la caja. Lo agarró con la mano libre y leyó en voz alta. 

Un rato después, ya en mi dormitorio, mientras colocaba el recuerdo portátil en el lector de la pantalla, la voz de mi padre todavía hacía eco en mi cabeza: 

"A Trinidad, en su cumpleaños número treinta y cinco. Tu abuela"

miércoles, 24 de julio de 2019

Esquelas (fragmento)

El chico que durmió conmigo anoche
me pegó mientras cogíamos
y me acordé de vos.
Tampoco me pidió disculpas.
También habrá creído que me gustaba.
O que me hacía sentir más macho.
O todo junto,
qué se yo.
Me desparramó
los dedos en la cara,
puso la lengua entre los dientes y un hilo de baba
le colgó de la punta de la carne que arrimaba
entre las perlas de calcio.
No sé si me gustó,
pero no hice nada.
Pocas veces me atreví a hacer algo
con los golpes que me dieron
los varones que me encimaban,
para cogerme
o corregirme.