Atravesando el portón que conduce
a la sala del Teatro del Abasto el viaje a la pampa bonaerense de antaño
comienza. La quietud del campo que nada sabe de asfixiante cemento es el
escenario escogido por Patricia Suárez y Sandra Franzen para este cautivador
melodrama en el que tres modestos personajes convergerán para construir lo
magnífico.
Honorio (Nicolás Mateo) y María
(María Viau) han intentado tener hijos por mucho tiempo y las esperanzas
parecen ser cada vez más frágiles. Una niña, dice Honorio, parecida a usted,
María. Y ella solloza y reza, y acaso teme más a la condena social a la
infertilidad que a los oídos sordos de la virgen que cada día la ve
arrodillarse frente al altarcito.
Entonces el eclipse, ese momento
mágico en que Honorio deja de ser Honorio y se deja acariciar el cuerpo por el
fino género del vestido que gusta llevar dentro de la casa. Honorio es Honorio,
pero también es Ángeles. María lo sabe y hasta lo festeja, como quien festeja
un chiste que no entiende sólo para que el otro no pase un mal rato. A través
del cristal de la cuarta pared atestiguamos la felicidad del esposo cuando ya
no es esposo y acaricia la tela y ríe, consciente de sí mismo y satisfecho por
ello.
El ladrido del perro anuncia
visita inesperada. El peón Justo (Martín Urbaneja) entra en escena con ese
pecho ancho y esa hombría morena de quien trabaja bajo el sol del campo. El
flechazo entre el peón y su patrón crossdresser es inmediato y aunque Justo ignora
la verdadera identidad de Ángeles, algo en sus ojos lo cautiva con una fuerza
capaz de romper cualquier género de vestido o de ser humano. Y es
correspondido.
Pero el amor correspondido no
siempre se corresponde con las normas que condicionan la mirada del otro, ese
otro que sabe mucho de prejuicios pero que de amor no aprendió nada. Honorio,
con la vida sacudida, se encuentra a sí mismo perturbado por la sola idea de
amar a Justo pero ser incapaz de confesarle su identidad.
Sin embargo, los días lo van
venciendo y tal vez es ese dejarse vencer lo que le permite convertir esa
perturbación en una cosa mucho más tibia que, a lo mejor, es amor verdadero.
Con María sumergida en la ignorancia y llorando por un niño que no nace, los
encuentros cortos van prolongándose. La sangre de Justo hierve y las promesas
de una vida juntos se le escapan de la boca como una tormenta. No habrá
escuchado esa pampa declaración de amor más hermosa que la del peón a su patrón
y la mística de la quietud campera se interrumpe por un estallido de rojo
apasionado que es lo que sucede cuando quienes se aman se besan.
El testigo se agarra del asiento
y sonríe todo lo que puede hasta que la terrible consciencia de la tragedia
inminente le azota el cerebro. María regresa para devolver a su esposo a la
realidad y para deshacerse de Justo. El corazón del incauto termina siendo el
del espectador, que hasta el último momento exige que tanto amor prohibido no
tengo que pedir más permiso.
Esta impecable pieza dirigida por
Alejandro Ullúa podrá verse durante el resto de Noviembre en el Teatro del
Abasto (Humahuaca 3549) los lunes a las 21.