Escritor y director de proyectos para Árbol Gordo Editores. Acá hay apuntes, reseñas, artículos y algún que otro proyecto.
Árbol Gordo Editores
martes, 13 de diciembre de 2011
El Transformer del Pesebre
Te llenan la casa de guirnaldas y un pesebre que da más lástima que Marimar juntando un collar del fango, con un niño Jesús que ya sabe que lo están por hacer cagar cuando crezca y una Virgen María tan mal hecha que no sabés si está sonriendo o quedó desfigurada en un incendio. Para colmo, la boluda de la abuela, que es la encargada de armar el pesebre, le afana los juguetes a mi primito y te llena el establo de animalitos de plástico: ovejas, burros, tigres, soldaditos, y un Transformer.
Como cada año, la inflación es tendencia en las conversaciones pre-festejos. Cuando te diste cuenta, al pan dulce súper top de la lata te lo cambian por uno marca Sol de Pekín que tiene un Papá Noel achinado como borracho al que lo agarró el sol. ¡La puta que los parió, en China no existe la Navidad!
No quiero sonar a Grinch ni mucho menos, pero hay que reconocer que eso de ‘fiestas’ nunca fue un sinónimo perfecto para mis navidades. Entre la abuela que se te duerme arriba de la ensalada a las nueve de la noche y los primos que tienen pirotecnia para invadir una isla pequeña, la cena de Nochebuena siempre fue una masacre. Te ponen Crónica TV a eso de las diez y media con la esperanza de que el brindis llegue más rápido y así poder cumplir con nuestra cuota de amor familiar del año. Te obligan a fumarte un recital entero de María Marta Serra Lima, la Mona Jiménez, Rodrigo (que en paz descanse) y alguna otra chiflada, furor musical de los años sesenta. Mientras, el contador te avisa que todavía falta un montón para que repartan el pan dulce y vos ya te aburriste de imaginar a todos tus familiares en llamas. La abuela sigue durmiendo sobre la mesa, porque extraña al abuelo, que supo alegrar nuestras Navidades al ritmo del Chaqueño Palavecino en discos de pasta. Amor salvaje.
Enseguida, los parientes se ponen a hacer un balance de ese año de mierda que te vio perder materias, novios, horas de sueño: todo, menos kilos. Estás más redondo que la Serra Lima de la tele y lo único que podés prometer para el año siguiente es empezar una dieta que ni en pedo vas a empezar, o aprobar una cantidad de materias que ni en tus sueños vas a aprobar. Mirás la tele deprimido y la Serra Lima te avisa que faltan como cuarenta minutos para el brindis.
Y cuando se aburren de hacer el balance de año, medio en pedo, tíos, padres y parientes que no viste en tu puta vida se ponen a contar anécdotas sobre personas cuya existencia es tan importante para vos como la nueva novia de Marcelo Tinelli. ¡Y por supuesto! No falta el hijo de puta que se pone a contar que te cagaste en primer grado o que tu mamá se olvidó de vos en el supermercado cuando eras chiquito, cosa de hacerte saber que fuiste un hijo no deseado.
“¿Te acordás cuando te measte en la montaña rusa?” Sí, forra del orto, qué no me voy a acordar si hasta me sacaron fotos, cosa de traumarme para el resto de la vida.
Y por fin se hacen las doce. La tía le pega una trompada a la abuela en las costillas para que se despierte, todos alzan las copas, un tío borracho pega un sapucay y una pelotuda desconocida grita ¡Nació el niño Jesús! No sé qué mierda se alegra tanto de su catolicismo, si se la pasa diciendo que la vecina de enfrente es una puta y el vecino de al lado es re cornudo. De fondo, Crónica TV te avisa que son las doce. ¡Ya sé la hora, la puta que te parió! Brindamos con “Soy Cordobés” de fondo y nos deseamos una felicidad en la que no creemos, mientras los primitos te tiran un petardo entre las piernas y la abuela te pregunta si querés más de ese pan dulce rancio, híbrido entre bromato de potasio y telgopor.
¡Ojo! Creo fervientemente en eso de las familias unidas y las navidades, pero sería genial poder festejar todo eso con un poco más de orden. Creo que así lo hubieran querido Dios, Jesús, Papá Noel y el transformer del pesebre.
sábado, 26 de noviembre de 2011
El Príncipe Azul y el Gordo en Colectivo.
miércoles, 5 de octubre de 2011
Las Calles
Una vez, hace como treinta años, unos señores gordos y con bigote compraron un montón de campos al norte de Córdoba. Como los terrenos eran vírgenes de casas y niños, un gobernador bonachón decidió convertir los campos en un pueblo pequeño, mandó a construir calles y le pidió a los señores gordos y con bigote que les pusieran nombres.
Enseguida comenzaron las peleas entre los vecinos: algunos aseguraban que las calles debían tener nombres de animales de la zona, otros, en cambio, se ofendieron cuando nadie aceptó ponerles nombres de actores famosos. Nadie quería vivir, por ejemplo, en Robert De Niro al 800, ni en la esquina de Susan Sarandon y Antonio Gasalla.
Desde atrás de una maceta, Gabriela y su perro con rueditas miraban a los hombres pelear en medio de la plaza. Como Gabriela era muy valiente, se acercó a uno de ellos y con voz muy suave, le sugirió:
-¿Y si les ponemos a las calles nombres de mascota? ¿No sería divertido?
El hombre, muy gordo y con mucho bigote, la miró casi con desprecio. ¿Qué sabía una niña sobre nombres de calles y fundaciones de pueblos? Le dio a Gabriela un empujón, y le dijo que fuera a jugar con su perro con rueditas a otra parte.
-Vamos, Mariano Moreno, acá nadie nos escucha-, le dijo la nena al perro, y se alejaron en dirección a la tarde.
Los vecinos deliberaron toda la noche, hicieron sorteos, tomaron café y pensaron mucho.
Por la mañana, un representante, el más gordo y bigotudo de todos, comunicó al gobernador que, tras una ardua jornada de debate, habían decidido ponerle a las calles nombres de plantas autóctonas.
Satisfecho, inmune a la poca imaginación de sus coprovincianos, el gobernador mandó a construir carteles y ponerlos en todas las esquinas. Orgullosos, los vecinos se pasaban las direcciones de sus casas: Tinticaco al 456, o Alpataco esquina Chañar, o Chachiyuyo al 340, entre Yerba del Ciervo y Algarrobo.
Esa noche festejaron con vino y, ya borrachos, fueron a dormir contentos por los nombres que les habían puesto a sus calles.
-Hola, ¿alguien me escucha?-, dijo una voz suavecita.
-¿Quién es?-, preguntó otra voz, grave y ancha.
-Soy la calle Chañar. ¿Vos?
-Soy la Avenida Cardonales.
-¡Pero qué nombres más feos que nos han puesto!-, dijo una tercera voz, la de la Diagonal Durazno.
-Horribles-, dijo Calle Chañar, suspirando.- ¿A quién se le ocurre ponerle a una calle el nombre de un árbol?
-Estos vecinos tienen muy poca imaginación-, susurró con voz gruesa Calle Barba de Tigre.
-¡No sé ustedes, compañeras, pero yo me voy!-, exclamó Avenida Cardonales.
-¿Te vas? ¿A dónde?-, preguntaron las otras.
-Me voy a otro pueblo, a otra ciudad, a algún rinconcito donde me pongan un nombre más lindo. ¡Cardonales! ¿A quién se le ocurre?
-Esperá-, dijo Calle Chañar.- Yo me voy con vos.
-Nosotras también-, dijeron Pasaje Lecherón y Chachiyuyo al mismo tiempo.
-Aprovechemos ahora, que están durmiendo.
Y fue así como, elevándose en ondas como serpientes gigantescas y haciendo un ruido sordo que los vecinos no alcanzaron a escuchar, las calles del pueblo se escaparon, zigzagueando camino al horizonte, donde el sol iba estirando los brazos.
Desde su ventana, Gabriela y Mariano Moreno vieron todo, y sonreían.
-Sabía que esto iba a pasar-, dijo ella, y volvió a la cama.
viernes, 30 de septiembre de 2011
Cuarenta grados sobre ruedas
domingo, 25 de septiembre de 2011
No llego al verano
La mañana me sorprendió hoy con un calorcito primaveral, sonidos de pajaritos, mariposas. Faltaba la conchuda de Blancanieves en el medio de la escena para que todo sea perfecto, pero para mí, haber contemplado aquello sólo puede significar una cosa: el verano se acerca y yo no llego. No llego, chicos.
Mientras escribo esto me miro la panza horrorizado, el último invierno la convirtió en una masa de harina y agua que se esconde debajo de una remera que ya no lo disimula tan bien. Soy una versión chaqueña del gordo de Michelín, uno nene de Biafra con la panza hinchada y los ojos tristes, una pera gigante, un híbrido entre Godzilla y la Tota Santillán.
Culturalmente, nos vemos obligados a seguir un estereotipo físico. Podría hacerme el rebelde y decir que esas boludeces a mí no me importan, pero es mentira. ¡Me quiero matar! Necesito que me encadenen sin piedad y me alimenten a base de agua y lechuga un mes.
Yo sé bien que la culpa es mía. Me pasé todo el año prometiéndome empezar el gimnasio el lunes, el mes que viene, la otra semana. Procrastinar es un arte que me queda bárbaro, como dildo al ano de Piazza. La última vez que pisé un gimnasio fue cuando terminé la escuela secundaria, una época dorada en la que no fumaba, no twitteaba y no tomaba alcohol. Supongo que me ganó la Globalización. O no. No sé, estoy hecho un orbe. En cualquier momento me tatúo el planisferio en la panza y me hago unos mangos yendo al living de la Su. Ya me veo en los titulares: ‘El hombre-globo terráqueo sorprende a todos’.
Esto no puede seguir así. ¡Necesito hacer algo! ¡Cualquier cosa!
Mientras escribo esto, me acaricio la panza. No con ternura. La acaricio al estilo La Mano que mece la cuna, con odio en los ojos, planeando la forma de acabar con ella y con mi sufrimiento.
Me levanto, voy a la cocina, abro la heladera. No. ¡Tengo que controlarme! La mayonesa me mira con los ojos brillantes, me susurra ¡Cómeme! al oído. Hay un arrollado de pollo que me abraza, una porción de torta que me guiña un ojo. Creo que me estoy volviendo loco. Loco y obeso, más lástima no puedo dar.
Voy a terminar esta historia espantosa ahora, antes de que la depresión me coma. O yo me la coma a ella, por cómo están las cosas.
Voy a la cocina, me hago un sánguche de salame Milán, y me siento a llorar frente a la tele con alguna película triste. Total, no me preocupo: el lunes empiezo el gimnasio.