La mañana me sorprendió hoy con un calorcito primaveral, sonidos de pajaritos, mariposas. Faltaba la conchuda de Blancanieves en el medio de la escena para que todo sea perfecto, pero para mí, haber contemplado aquello sólo puede significar una cosa: el verano se acerca y yo no llego. No llego, chicos.
Mientras escribo esto me miro la panza horrorizado, el último invierno la convirtió en una masa de harina y agua que se esconde debajo de una remera que ya no lo disimula tan bien. Soy una versión chaqueña del gordo de Michelín, uno nene de Biafra con la panza hinchada y los ojos tristes, una pera gigante, un híbrido entre Godzilla y la Tota Santillán.
Culturalmente, nos vemos obligados a seguir un estereotipo físico. Podría hacerme el rebelde y decir que esas boludeces a mí no me importan, pero es mentira. ¡Me quiero matar! Necesito que me encadenen sin piedad y me alimenten a base de agua y lechuga un mes.
Yo sé bien que la culpa es mía. Me pasé todo el año prometiéndome empezar el gimnasio el lunes, el mes que viene, la otra semana. Procrastinar es un arte que me queda bárbaro, como dildo al ano de Piazza. La última vez que pisé un gimnasio fue cuando terminé la escuela secundaria, una época dorada en la que no fumaba, no twitteaba y no tomaba alcohol. Supongo que me ganó la Globalización. O no. No sé, estoy hecho un orbe. En cualquier momento me tatúo el planisferio en la panza y me hago unos mangos yendo al living de la Su. Ya me veo en los titulares: ‘El hombre-globo terráqueo sorprende a todos’.
Esto no puede seguir así. ¡Necesito hacer algo! ¡Cualquier cosa!
Mientras escribo esto, me acaricio la panza. No con ternura. La acaricio al estilo La Mano que mece la cuna, con odio en los ojos, planeando la forma de acabar con ella y con mi sufrimiento.
Me levanto, voy a la cocina, abro la heladera. No. ¡Tengo que controlarme! La mayonesa me mira con los ojos brillantes, me susurra ¡Cómeme! al oído. Hay un arrollado de pollo que me abraza, una porción de torta que me guiña un ojo. Creo que me estoy volviendo loco. Loco y obeso, más lástima no puedo dar.
Voy a terminar esta historia espantosa ahora, antes de que la depresión me coma. O yo me la coma a ella, por cómo están las cosas.
Voy a la cocina, me hago un sánguche de salame Milán, y me siento a llorar frente a la tele con alguna película triste. Total, no me preocupo: el lunes empiezo el gimnasio.
Totalmente identificada con este post. Yo tendría que haber nacido en la antigua Arabia, donde consideraban hot a las gordas...
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