Árbol Gordo Editores

viernes, 30 de septiembre de 2011

Cuarenta grados sobre ruedas

Es de público conocimiento que el verano chaqueño es una pesadilla hecha realidad. Cuando la temperatura alcanza los cuarenta grados, la gente llega a un cenit de locura inexplicable, imitación de hormiguitas a las que les pisaron la casa o de inmigrantes africanos a los que les negaron el ingreso a Europa.

Cuando hace calor, viajar en transporte público es imposible. Lamentablemente, con los tiempos que corren, los avances tecnológicos y demás mierdas, todavía existen personas que desconocen los beneficios del uso del desodorante. Ni hablar del perfume.

Si de casualidad conseguís asiento en el bondi, enseguida sube la manada de viejas a mirarte fijo, suspirando de calor, pensando en todas las cosas que podrían haber hecho de jóvenes. Sí, el calor las pone nostálgicas. Eutanasia urgente.

Y si no es una vieja, es una embarazada, algún mogólico, ciego o víctima del Mal de San Vito. Alguien te afana el asiento sí o sí, y vos no podés ser tan caradura de hacerte el boludo. Te tenés que levantar e ir a pararte al lado de los gordos que van con el brazo levantado revelando una axila que, en cualquier momento, genera vida y nombra rey al susodicho.

Y sino, tenés la vieja puta y solidaria, que ve subir a la embarazada y enseguida se da vuelta y dice: ¡Alguien que le de el asiento a la señora! - Les juro que le gritaría ¡Dáselo vos, vieja culo roto!, pero no da. Para colmo, la embarazada - que si está embarazada no habrá sido coleccionando figuritas - le agradece a la vieja puta cuando algún boludo le da el asiento. Yo así no puedo ser solidario.

Después tenés al colectivero, que siempre va apurado, alteradísimo. Me da la impresión de que está pensando todo el tiempo con cuántos albañiles se están volteando a su mujer mientras ellos andan por la ciudad, paseando gordos transpirados.

También tenés al colectivero pseudo-fachero, ese, el de los anteojos de sol de la propaganda de Sprite, que se hace el cheto y está lleno de cadenitas. Parecen un muestrario viviente de la joyería de Avón y aprovechan los semáforos en rojo para sacar su celular último modelo y mirar la hora - porque ni mensajes pueden mandar, seguro no pagaron la boleta.

Por otro lado, si hay algo que realmente no tolero es que el chofer empiece a los gritos: ¡Un pasito para atrás por favor, todos queremos viajar! - Aparentemente es ley del Transporte Público que los pasajeros del fondo son de goma, entonces el bondi se llena hasta el tope de gente que te pisa, te aplasta, te transpira en la oreja. No, chicos, Chaco no está preparado para el verano, y los chaqueños tampoco.

Ya de por sí, viajar con el calor en un colectivo y en hora pico es una desgracia. Si hay que sumarle a eso que uno no tiene auriculares, tiene que matarse. Esta ciudad es una jungla. En el bondi podés escuchar desde el último hit de La Champions Liga hasta por qué una adolescente bastante morocha decidió terminar una relación con su chongo porque éste no le cargaba crédito en el celular (léase, alto aparato de primera marca, con Android, teclas luminosas, aspiradora, consolador... todo, menos AURICULARES).

Yo, por mi parte, me dedico a mirar por la ventanilla con cara de angustia, esperando que me toque bajarme y ser libre. Estoy pensando en mudarme a un lugar más fresco o, en su defecto, presentar un proyecto de ley para que se prohiba el uso de altavoces en el transporte público. Sea cual sea mi destino, mientras tanto me dedico a esperar el colectivo en una garita donde dos viejas comentan: "Y si viene lleno, vamos al medio ¡y que alguno nos de el asiento!".

domingo, 25 de septiembre de 2011

No llego al verano


La mañana me sorprendió hoy con un calorcito primaveral, sonidos de pajaritos, mariposas. Faltaba la conchuda de Blancanieves en el medio de la escena para que todo sea perfecto, pero para mí, haber contemplado aquello sólo puede significar una cosa: el verano se acerca y yo no llego. No llego, chicos.

Mientras escribo esto me miro la panza horrorizado, el último invierno la convirtió en una masa de harina y agua que se esconde debajo de una remera que ya no lo disimula tan bien. Soy una versión chaqueña del gordo de Michelín, uno nene de Biafra con la panza hinchada y los ojos tristes, una pera gigante, un híbrido entre Godzilla y la Tota Santillán.

Culturalmente, nos vemos obligados a seguir un estereotipo físico. Podría hacerme el rebelde y decir que esas boludeces a mí no me importan, pero es mentira. ¡Me quiero matar! Necesito que me encadenen sin piedad y me alimenten a base de agua y lechuga un mes.

Yo sé bien que la culpa es mía. Me pasé todo el año prometiéndome empezar el gimnasio el lunes, el mes que viene, la otra semana. Procrastinar es un arte que me queda bárbaro, como dildo al ano de Piazza. La última vez que pisé un gimnasio fue cuando terminé la escuela secundaria, una época dorada en la que no fumaba, no twitteaba y no tomaba alcohol. Supongo que me ganó la Globalización. O no. No sé, estoy hecho un orbe. En cualquier momento me tatúo el planisferio en la panza y me hago unos mangos yendo al living de la Su. Ya me veo en los titulares: ‘El hombre-globo terráqueo sorprende a todos’.

Esto no puede seguir así. ¡Necesito hacer algo! ¡Cualquier cosa!

Mientras escribo esto, me acaricio la panza. No con ternura. La acaricio al estilo La Mano que mece la cuna, con odio en los ojos, planeando la forma de acabar con ella y con mi sufrimiento.

Me levanto, voy a la cocina, abro la heladera. No. ¡Tengo que controlarme! La mayonesa me mira con los ojos brillantes, me susurra ¡Cómeme! al oído. Hay un arrollado de pollo que me abraza, una porción de torta que me guiña un ojo. Creo que me estoy volviendo loco. Loco y obeso, más lástima no puedo dar.

Voy a terminar esta historia espantosa ahora, antes de que la depresión me coma. O yo me la coma a ella, por cómo están las cosas.

Voy a la cocina, me hago un sánguche de salame Milán, y me siento a llorar frente a la tele con alguna película triste. Total, no me preocupo: el lunes empiezo el gimnasio.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Grinch de la Primavera

Yo no puedo creer esto de estar sentado en mi casa y ver como todo el mundo se revoluciona porque llegó la Primavera. Tuve que asegurarme de no estar mirando Jumanji cuando vi la manada de adolescentes frenéticos corriendo como salvajes por el césped, amenazando con destruir la ciudad.
Señores, seamos realistas: la primavera es DEPRESIÓN. Cualquier adolescente que se niegue a ver esta realidad es porque todavía no ha sido lo suficientemente golpeado por la vida.
Me parece buenísimo que el mundo entero quiera ser optimista, pero, ¿cómo andar por la vida, rodeado de flores, cuando tenés asma y experimentás la asfixia más cruel por el cambio de estación? ¿En qué momento se les va la sonrisa a los optimistas? ¿Cuando tienen una erupción de alergia, de granos, o de muchachitas histéricas riéndose en el colectivo como si estuvieran siendo brutalmente torturandas?
Porque es facílisimo hacerse el flower power hasta que te acordás que estás más solo que Hittler en su cumpleaños, o que estás más gordo que cualquier participante de Cuestión de Peso.
La primavera vino para recordarnos todos nuestros defectos. Todos. Sean físicos o emocionales.
Tampoco digo que salgamos armados hasta los dientes a matar hadas, no. Simplemente propongo que nos dediquemos a admirar la naturaleza en el más sano y respetable silencio.
Admiro a los pibes haciendo el picnic (ojalá se llenen de bichos colorados y los piquen las abejas hasta que las caras les queden irreconocibles hasta para un médico forense.)
Admiro a los enamorados (y sobre todo admiro que puedan andar de la mano y abrazarse con este calor inmundo. Ojalá se les resbalen los cuerpos del andén en el momento preciso en que esté llegando el subte.)
Bueno, basta. No quiero que me imaginen como el Grinch de la primavera.
Vayan, vayan, festejen. Vayan al parque con las empanadas que sus pobres madres habrán estado cocinando toda la noche, cual esclavas haitianas. Vayan con la gaseosa llena de calorías, ínflense las panzas y después mueran de dolor porque los baños químicos están llenos. Vayan, sáquense el abrigo y descubran que el invierno no solo trajo la soledad más inmunda, sino también unos rollos que asoman peligrosamente, intentando interceptar el campo visual entre sus ojos y sus pies.
Y no se olviden del repelente, el matamoscas y, por qué no, el gas pimienta. Uno nunca sabe cuando un picnic puede convertirse en un remake de Martes 13.