Ahí van los zombis del amor,
arrastrando los pies, mirando la pantalla del celular con los ojos clavados en
una foto, en un avatar, en una última conexión. No los culpen. Les rescato el
optimismo, les recato esas ganas de enamorarse. Les rescato esa seguridad
visceral con la que dieron el primer beso, con la que dijeron te amo, con la
que supieron que no se la iban a bancar si no era para siempre pero igual se
animaron.
Lo que pasa es que la ciudad se
hizo muy grande como para encontrar el amor a la vuelta de la esquina, en el
café de Malabia, en un departamentito camino al museo sobre Austria casi Las
Heras. Los zombis tuvieron que maquillarse y posar con su mejor ángulo para la
foto de perfil de una red social enorme llena de fotos de perfil de personas
posando con su mejor ángulo, donde uno puede elegir a la gente como mercadería
exhibida en la góndola del chino de la esquina.
El zombi quería un espasmo de
amor y aceptó las reglas del juego. Quería sentirse vivo. Salió a cenar, se rió
en la plaza, agarró una mano en el cine, tuvo vergüenza de sacarse el calzoncillo
por primera vez, desayunó en cama ajena, se lavó los dientes con el dedo, se tomó
un bondi con la ropa de anoche, se tomó un vino un martes en un bar y faltó al laburo y se
tomó el tiempo para detener todo el ruido de la ciudad y amar un rato. Un
ratito, por lo menos. Porque el zombi no es siempre zombi. El zombi se vuelve
zombi cuando lo muerde la tragedia: una desaparición, una mudanza repentina, un
regreso, una piña, un bloqueo en Facebook, un ex novio que resucita, un
descubrir que no quiere tener hijos, un descubrir que odia los animales. No
podés odiar los animales, flaco.
Y ahí está el zombi, arrastrando
los pies, mirando la pantalla del celular con los ojos clavados en su foto. En
su avatar de Twitter. En su última publicación de Instagram. En su última
conexión del chat. Aun así, todavía le banco las ganas de enamorarse. Le banco
las ganas de enamorarse a cualquiera. Enamorarse es como el primer rayo del sol
que te golpea la cara cuando salís del subte una mañana de invierno. Al fin y al cabo, uno no no es culpable de lo
que ama, sino de lo que perdona.