Árbol Gordo Editores

lunes, 23 de mayo de 2016

La valija del Gato Félix

La casa de mis abuelos quedaba a pocos metros de la escuela primaria en la que mis padres me inscribieron. Fue por eso que, cuando comencé primer grado, decidieron enviarme a vivir con ellos.

La casa nueva era un elefante blanco de tres pisos donde estaba prohibido hacer ruido, tocar los libros de la biblioteca o jugar a la pelota en el patio diminuto de baldosas bordó. Sí se permitía, en cambio, mirar la tele. Mucha tele, para quedarse quietito y portarse bien.

Salvo por el Gato Félix y su valija mágica (de la que esperaba poder sacar algún día una poción para hacer que las semanas fueran sólo sábados y domingos eternos en los que pudiera volver a la casa de mis padres) nada de la televisación del mundo me resultaba mágico. Yo extrañaba al árbol gordo del patio, a la lluvia haciendo música sobre las chapas, al monstruo que vivía en el cobertizo del fondo.

La casa de los abuelos tenía los techos altos y las habitaciones llenas de gatos voladores. No sé muy bien qué forma tenían los gatos voladores. Sé que podían flotar en la oscuridad de mi dormitorio frío, que tenían sonrisas malignas y ojos que brillaban como brasas. Sé que me susurraban al oído que iban a hacerme cosas feas si salía de abajo de las frazadas. Y tan feas eran las cosas que me harían los gatos voladores, que no me animaba a levantarme a hacer pis y no pasó mucho tiempo hasta que empecé a mojar la cama. Asqueroso, me decía la abuela, mientras cambiaba las sábanas y ¡ay! cómo explicarle que había sido sin querer, que tenía miedo que los gatos voladores me atraparan.

Una mañana, Cecilia vino a visitarme. Ella también estaba preocupada. Supongo que de alguna forma se habrá enterado que a la noche los gatos voladores se aparecían en mi cuarto. Las madres siempre saben esas cosas.

Mirá, mirá lo que te traje, y me dio un cuaderno gordo, lleno de cuentos. Decenas de historias, escritas con una letra redonda y prolija, como la de la señorita, para que yo pudiera entenderla.

Los cuentos eran tan mágicos que la valija del Gato Félix de repente me pareció aburrida. En las historias de mamá había dragones buenos, brujas arrepentidas, pájaros que sabían silbar poemas y princesas valientes. Nunca le dije que sus cuentos me volvieron valiente a mí también y que una noche, mientras los ojos brillantes de los gatos voladores flotaban en el dormitorio, me animé a salir de abajo de las frazadas, abrir la ventana y gritarles que se fueran para siempre. Sus cuentos me habían salvado.

Fernweh (sexta parte)

-Un día vas a dejar de amarme, le dije.
-No se deja de amar, me advirtió Salvador. Nunca, agregó. Sólo se empieza a amar diferente. Como de lejos, como asustado. Por favor, no tengas miedo de amar diferente. Más miedo debería darte esa ficción aterradora que es dejar de amar por completo.
Se le dibujó una sonrisa y yo me desarmé como se desarman los castillos de naipes que tiemblan cuando alguien ha dejado la ventana abierta y el viento tibio del verano se mete a la casa y la abraza, y abraza las cosas, los muebles, las cortinas y esa fortaleza de cartón construida con más miedo que paciencia.

Piensa mal

-Piensa mal y acertarás, me decía mi viejo.
-Piensa bien y tendrás paz, le retrucaba yo.

Es que prefiero la quietud de la paz al holograma de un trofeo enorme sobre los brazos. Tener razón siempre pesa demasiado.

domingo, 15 de mayo de 2016

Fernweh (quinta parte)

-Me volvés loco.
-¿Loco? No, loco no, dijo Salvador. La locura no existe. Lo que ellos llaman locura es en realidad una forma alternativa de existir, un modo diferente de relacionarse con el universo. Vos a mí no me volvés loco, me volvés cuerdo, en todo caso. Eso es lo que pasa cuando te encontrás con alguien que percibe la realidad en la misma frecuencia. Entonces entendés que nunca estuviste loco por saludar al árbol que no responde; en todo caso, ha perdido la razón quien olvidó que el árbol también está vivo, aunque hable otro idioma.

viernes, 13 de mayo de 2016

El reloj de oro

No saben lo lindo que era el reloj de oro de papá. Bueno, no era "de oro". Era dorado. Pero me gustaba pensar que era de oro, como las coronas de los reyes de los cuentos que me leía a la noche. Dorado, con agujas negras, correa de cuero y números romanos en esmeralda.
Tanto me gustaba el reloj de oro de papá que un día, a los siete, mientras tomaba el mate cocido para ir a la escuela, le pregunté si me lo podía dar. Me dijo que todavía no, que lo estaba guardando para regalármelo cuando terminara la secundaria (y sólo si obtenía las mejores notas) Aquello me entusiasmó. Me prometí que así sería, aunque tuviera que esperar diez años más.
Vivíamos en el Santa Lucía, una zona bien periférica de la ciudad, donde no llegaban ni el videocable ni el agua de red y donde los remises no entraban porque decían que era peligroso. Los arrabales siempre espantan a la clase media aspiracionista.
Por aquella época, las escuelas de barrio estaban desmanteladas. En consecuencia, mis padres decidieron enviarnos a una del centro, pública pero más prestigiosa, claro, con talleres de literatura y teatro y toda esa resaca snob noventosa que se parece mucho a la foto de dos nenes con sendos chalecos salvavidas, bien bronceados, saludando desde un bote que en uno de sus flancos reza "O Rei do Cabo".
El invierno norteño es húmedo y lame los huesos, como queriendo que uno pierda las esperanzas. Nos levantábamos a las seis. Mamá planchaba el uniforme unos minutos antes y nos lo ponía, calentito, mientras papá terminaba de revolver el mate cocido, que siempre le salía demasiado dulce. El murmullo de la radio llenaba la casa. A mi hermano, el más chico, le gustaba la cortina musical que pasaban para anunciar los números ganadores del sorteo nocturno de la quiniela nacional y casi como un ritual, papá subía el volumen un rato y hacíamos silencio. Durante muchos años pensé que lo hacía para que mi hermano escuchara la cortina musical; después entendí que lo que quería era saber si había ganado o no los setenta pesos que la lotería le prometía a las dos cifras a la cabeza. Nunca ganaba.
Al Falcon había que ponerlo en marcha quince o veinte minutos antes de salir porque ya estaba muy viejo. Papá se ponía nervioso cuando el auto no arrancaba, como esa mañana, que hacía tanto frío y no había caso. Recuerdo el sonido ahogado del motor, como un perro viejo que tose la rabia con los pulmones secos. Yo, que entendía poco de autos viejos y padres exhaustos de tanto sacrificio, protesté. ¡Tengo prueba, no puedo llegar tarde! La seño Dionisia me dijo que si seguía llegando tarde, me iba a hacer echar de la escuela.
Papá se puso nervioso, muy nervioso. Salió del auto y nos dejó encerrados. Mamá le preguntó que a dónde iba, que qué iba a hacer, pero él no respondió.
Volvió como a los diez minutos acompañado de don Sosa, el mecánico del barrio, que levantó el capot y manoseó los cables hasta que finalmente el rugido del Falcon encendiéndose se mezcló con la neblina densa del amanecer. Qué contento me puse.
Papá subió al auto y arrancó, saludando a don Sosa por la ventanilla y diciéndole que muchas gracias, que disculpe la hora, que el más grande tenía prueba y no podía llegar tarde.
Don Sosa nos dijo chau y cuando levantó la mano vi el reloj de oro abrazado a su muñeca, morocha y huesuda. ¡Era el mío! Miré por el espejo retrovisor mientras el auto se alejaba tosiendo, calle arriba, y mi reloj en la muñeca de don Sosa se convirtió en un granito de arena en la distancia.
Ese día hice la prueba y me saqué un diez. Y después otro, y cada tanto un ocho, o un nueve. Un par de veces un cinco. Una vez un tres, casi me muero.
La noche del acto académico de fin de curso, cuando anunciaron el mejor promedio, dijeron mi nombre. Todos me aplaudieron y mi profesora de francés, que estaba muy orgullosa, me dio una medalla de oro. Bueno, no era "de oro", era dorada, como el reloj que papá había usado para pagarle a don Sosa esa mañana de invierno que yo tenía prueba y no podía llegar tarde.
.
Yo soy el resultado de la educación pública. Y miren que costó, eh. A la medalla dorada que dice "Mejor Promedio 2006" la tengo en un cajón. No me dice la hora, pero me dice quién soy.

jueves, 12 de mayo de 2016

Fernweh (cuarta parte)

-Han cerrado el periódico de la ciudad y la escuela está tomada por estudiantes, dijo Salvador, mientras revolvía el escritorio desesperado, como buscando algo. Tengo que ir allá. Tengo que ayudarlos.
-¡No!, grité, saltando de la cama. No podés ir. Está la policía. Te van a pegar.
-¿Qué te hace pensar que los golpes en el cuerpo duelen más que los golpes en la democracia? Debemos enfrentarlos.
Encontró sus armas y las guardó, me dio un beso y salió de la habitación sin mirar atrás. Escuché el sonido de la cámara de fotos golpeando suavecito la tapa dura del cuaderno dentro de la mochila. Es que a Salvador lo envalentonaban las imágenes y las palabras. Cada quien elige con qué balas combatir.

lunes, 9 de mayo de 2016

Compañero

Cuando voy por la calle y camino detrás de vos me pongo nervioso porque sé que no te gusta darte cuenta que llevás un tipo en la espalda. Me alejo, trato de pasarte rápido, lo más rápido posible, para que sepas que no hay razón para asustarse, que soy inofensivo, que vengo con los ojos hundidos en alguna imagen que nada tiene que ver con la tuya.
Cuando el subte se llena y te apretás a mi lado me da miedo rozarte la falda con mis dedos, torpes y distraidos. Entonces, pongo las manos en los bolsillos y viajo así, como diminuto, o tal vez como disminuido del susto, retorciendo el cuerpo para acomodarme en el frasco como se retuerce la arena adentro de uno de esos souvenirs de ciudad balnearia.
Cuando te veo venir de frente, llevo la mirada a la vereda y espero así hasta que cruces. Te percibo por el rabillo del ojo, como escapando, consciente de que a lo mejor suspirarás con alivio porque no me escuchaste comentar cuán corta es tu falda o cuán grandes son mi ganas de que tu feminidad bastardeada me haga macho.
Cuando la ciudad es muy grande y se me ha perdido una calle y te veo ahí, de pie, esperando el colectivo, me acerco pisando fuerte las baldosas flojas para que notes mi presencia. Te pregunto de lejos, levantando la voz, si sabés cuál es Curapaligüe. Nunca me aproximo demasiado por miedo a tu miedo. Y vos me respondés que no, que ni idea, y no disimulás esas ganas desconfiadas de ver cómo me alejo por Rivadavia hasta perderme de vista.
Cuando subís al colectivo a las dos de la mañana y somos sólo hombres los que viajamos yo te veo poner los ojos en el piso porque no querés cruzarlos con la mirada lasciva de nadie, después de haber laburado tantas horas, con este frío que se roba un poquito la esperanza.
Las calles que para mí son venas de cemento para vos son el campo de una batalla eterna por llegar a casa a salvo. Los auriculares que separan mis pensamientos del mundo, para vos son escudo entre tu cuerpo y sus silbidos, entre tus tetas, que son tuyas, y esas ganas de verlas, que son de ellos.
Pero yo no soy cómplice, te lo prometo.
A veces escucho que alguno te grita algo y lo miro con impaciencia. Casi siempre son más grandotes que yo y de seguro me cagarían a trompadas, pero si se te vinieran encima igual te defendería. Yo y muchos otros, en serio.
Porque no estás sola. Porque nosotros entendemos que tu libertad ficticia es nuestra libertad incompleta y que si no somos iguales no es porque no querramos, sino porque no nos dejan.
Vení, caminá conmigo, vamos a tomar las calles juntos para que el mensaje reverbere en los rincones de esta ciudad adormecida por el hedor del prejuicio, silenciada por la comodidad de la sumisión a la que te han condenado, conforme con la ficción de cine de terror, donde las rubias siempre son ingenuas y las negras siempre mueren primero.
Vení, caminá conmigo, uno al lado del otro, para que cuando me toque ir detrás de vos no me pienses amenaza, sino compañero.

Sub Zero

El galope de las suelas contra el asfalto le avisó a Zulema que Pedrito se acercaba corriendo a sus espaldas. El envión de la carrera le enterró la cara en la panza de la madre, que aprovechó el abrazo para acariciarle los bucles rubios y hacerle cosquillas en el cuello.
-¡Hola, mami!, dijo Pedrito, muerto de risa.
-¿Vamos?, preguntó Zulema, cargando la mochila de Capitán América en la espalda.
-No, no, pará, mami. Tenemos que esperarlo a Lucio, que va a ir a tomar la leche a casa para jugar a la Play.
-¿Quién es Lucio, mi amor?
Lucio se acercó y se paró junto a ellos, pero recién cuando dijo hola, Zulema le prestó atención. Tenía la cara morena y el cabello sucio. Su ropa olía como a humo y de la espalda le colgaba una de esas mochilas que venían con la revista Anteojito en 1998, gastada de tanto haber paseado sobre los hombros de sus hermanos mayores.
-Este es Lucio, mami, dijo Pedrito.
Zulema hizo silencio un rato largo. Aunque miraba fijo a Lucio, no pensaba en él, sino en cómo se mezcla la gente en la escuela pública.
-Pero, mi amor, Lucio no puede ir a tomar la leche con nosotros, dijo finalmente. Su mamá se va a preocupar.
-No, señora, dijo Lucio. Yo ya le pedí permiso y me dijo que sí.
-¿Y cómo pensás volver a tu casa?, preguntó la madre, impaciente. Porque vos debés vivir muy lejos.
-Eh... más o menos, señora. ¿Usted conoce el terraplén del barrio Mujeres Argentinas? Bueno, yo vivo atrás. Yo ya averigüé dónde se toma el colectivo, entonces después me voy solo.
-No, no, no, dijo Zulema. Es muy peligroso, no podés ir a casa y después volver solo, Lucio.
-Pero señora, interrumpió el nene, con el corazón latiendo muy rápido como cuando uno sabe que está a punto de perder una oportunidad, como él, que se moría de ganas de jugar al Mortal Kombat por primera vez y ser Sub Zero porque Pedrito decía que era el más poderoso. Señora, suplicó, mi mamá me dijo que ella me iba a ir a esperar a la parada del colectivo.
-No, no, es muy peligroso, es muy lejos tu casa, otro día que tu mamá te venga a buscar sí.
-Pero mami, interrumpió Pedrito, la mamá de Lucio trabaja y no lo puede venir a buscar.
-Pero mami, nada, hijito. Una lástima, qué va a ser. Ya te dije que te tenés que buscar amigos que vivan cerca. Lucio tiene que ir para su casa ahora, ¿sabés Lucio? No vas a poder venir con nosotros.
Zulema tironeó del guardapolvo y se llevó a Pedrito a los empujones, apretando los dientes. Vamos hijo, repetía molesta, y Lucio se quedó ahí, mirando cómo se alejaban. La mamá de Pedrito ni siquiera se despidió, ni volteó, ni lo vio decir chau con la mano, mientras los ojos negros y achinados se le llenaban de lagrimitas. Él tenía muchas ganas de ser Sub Zero, aunque fuera una sola vez en su vida.
.
De qué meritocracia me vienen a hablar, si ni siquiera les dan a los nenes las mismas oportunidades de jugar.