Árbol Gordo Editores

domingo, 31 de enero de 2016

Los invisibles

Me gusta el subte porque es como el cumpleaños de quince de una prima lejana al que todos se ven obligados a ir aunque nadie tenga ganas. En él converge la mezcla más exótica de seres humanos, una suerte de feria llena de colores y ruido y voces estridentes y alguna que otra imagen triste.
Los pibes se metieron al vagón a los gritos. Eran tres y ninguno tenía más de ocho años. Eran flaquitos y chabacanos, maleducados sin maldad, medio pillos pero compañeros. Uno solo tenía zapatillas, el más chiquito. Y cuando digo chiquito no hablo de la cantidad de años sino de la cantidad de costillas que le conté sobre la piel desnuda. El más chiquito tenía las zapatillas y también tenía las tarjetitas. Las fue repartiendo mientras hablaba a los gritos y el otro le respondía a los gritos y un tercero le gritaba a la gente que les tiraran una moneda, que Dios los bendiga. Una señora se tapó los oídos. .
Recién cuando pasaron en retirada escuché hablar al pibe que tenía sentado enfrente. Él también habrá tenido unos ocho años.
-Mamá, ¿por qué gritan los nenes?-, preguntó, sin sacarles los ojos de encima. Eran ojos de asombro. ¡Qué libres eran los nenes que podían jugar en el subte!, habrá pensado.
-Porque son negros-, dijo la madre y sentí como si de repente me hubieran apretado el pecho. Pensé que había escuchado mal y presté atención. No sé por qué tuve miedo.
-Porque son negros. Y cuando sean grandes, van a ser ladrones. Vos tenés que tener mucho cuidado con esos chicos, ¿sabés?
La cara del nene cambió como cambia la luz de la tarde cuando es verano y son las ocho menos diez y hay sol y de repente son las ocho y todo se ha puesto oscuro. Sus ojos se apagaron y los ratoncitos de curiosidad que espiaban desde las pupilas se atacaron entre ellos. Sus cejas se torcieron hacia adelante y sus labios se convirtieron en una línea recta y severa. Creo que hasta se le cayó un poco de magia de los bolsillos.
-¿Sabés?
-Sí, mamá.
No entiendo muy bien lo que me ocurrió a mí. Se me aceleró el corazón y mi garganta se puso rígida y quería salir del tren aunque estuviera en movimiento. Quise ser yo el que gritara ahora, pero me pareció más virtuoso el silencio de quien sabe que nunca se humilla a alguien delante de sus hijos.
Tenías la oportunidad de sembrar una semilla de amor y preferiste perpetuar el odio. Elegiste enseñar a tener miedo. Podría haberte perdonado la falsa misericordia de quien observa y murmura 'pobrecitos' pero masticaste tanta bronca que ya no sabés hacer ni eso. Ay, nene, ojalá alguien te explique que tu vieja ese día estaba enojada y que los pibes de la calle no se juntan para jugar, sino porque tienen miedo. Los pibes de la calle no gritan porque son negros, gritan porque son invisibles.

El hornero

El hornero apareció acurrucado entre mis ramas secas la mañana después de la tormenta. Yo estaba más cerca de ser leña que monte, pero la imagen del animal herido me conmovió tanto que elegí no morir. Me dijo que venía de lejos, escapándose del rifle de un hombre. Las balas le habían rozado las alas. Estiré las ramas tanto como pude y le fui llevando agua de lluvia y frutos frescos que robé de otros árboles. El pájaro comía en silencio. Por las noches, doblaba mi tronco para que pudiera acurrucarse protegido del viento frío. Yo quería salvarlo.
Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame alimento y dame agua, que hay un hornero herido entre mis ramas y me urge oírlo cantar.
Cuando pudo moverse, me pidió prestados unos gajos y se pasó la siesta construyendo su nido. Yo lo observaba maravillado, enamorado de las manchas café entre sus plumas. Me fui quedando dormido y esa noche soñé con el campo ancho y caliente que lo había visto nacer.
La melodía me despertó y el sol apenas llegaba al monte. Abrí los ojos y estiré las ramas y ¡cuánta felicidad! El pájaro estaba de pie y le cantaba al cielo, que ya no era gris sino tibio y naranja.
Buenos días, dijo el hornero.
Buenos días, respondí.
Saltó entre mis ramas y batió las alas, intentando volar. Lo atrapé varias veces mientras le pedía que hiciera fuerza. Yo quería verlo libre y alto, apoyando el cuerpo sobre las ramas invisibles del viento.
Poco tiempo después se animó a bajar y recoger un poco de barro con el pico. El nido se volvió hermoso, redondo como una fruta o más bien como el sol, porque también era luminoso y tibio, tan tibio que hasta mis ramas reverdecieron y yo ya no estaba muerto, ya no quería ser leña, quería ser árbol de tronco grueso para poder protegerlo.
Buenos días, dijo el hornero.
Buenos días, respondí.
Me temo que hoy he de partir, silbó. Mis alas están curadas y el verano se está acercando. Hay muchas cosas que quiero ver y ahora puedo hacerlo porque he sanado. Me salvaste la vida, árbol. Volveré a mi tierra y le contaré a mi familia sobre vos. Les hablaré de tus ramas fuertes que me cobijaron y de las frutas y el agua que me regalaste. Te recordaré para siempre y me aseguraré de que los que me aman te amen también a vos.
Batió las alas y levanté los ojos para verlo alcanzar el cielo. Era tan hermoso, no quería que se fuera. No quería perder la única excusa que había encontrado para no ser leña, la única razón que tenía para sobrevivir. Yo quería que fuera libre, pero ahora comprendía cuánto me lastimaba su libertad.
El hornero se fue para siempre. El nido entre mis ramas permaneció deshabitado, testigo de tierra del pájaro que alguna vez amé y ahora era memoria.
Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame alimento y dame agua, que hay un hornero libre en algún lugar del monte y me urge oírlo cantar otra vez.

Hay gente esperándote

Anoche volvía de comprar birras del súper cuando me crucé con el pibe. Llevaba una valija y cara de angustia. Cuando me vio, me pidió permiso para hacer una llamada desde mi teléfono porque se había quedado afuera del departamento. ¿Va a tardar mucho tu amigo?, le pregunté después de que cortó. Tengo birras, si querés podés esperar conmigo. Me dijo que se tenía que ir. Como seguía lloviendo, le pasé la dirección de casa por cualquier cosa y lo vi alejarse por Malabia.
Julián tocó el timbre no más de veinte minutos después. Bajé, ya preocupado, y le abrí. La historia que me había contado era mentira. No se había quedado afuera, lo habían echado y no tenía donde pasar la noche. Diecinueve años y toda la calle encima, esa calle que ahora estaba húmeda. Tomamos birra y hablamos mucho. Julián es adicto al crack y estuvo en cana por chorear estereos. Me endulzó la guita fácil, me dijo, mientras fumaba esa mierda. Yo sé que hace mal, agregó. Estoy tratando de dejarlo. Lo miré a los ojos y me acordé de la vez que un pibe con cara triste me pidió fuego en la calle y yo, aún notando esa tristeza, no me animé a darle un abrazo. Me abalancé sobre Julián y lo rodeé con mis brazos y él también me abrazó fuerte y decía gracias una y otra vez con un nudo en la garganta. Diecinueve años y todo ese miedo encima.
Tu cuerpo es tuyo, le dije. Metete lo que quieras si eso te hace feliz, pero acordate que hay gente esperándote, a pesar de estar enojada con vos. Ellos están así porque no saben lo que te pasa, entonces no te cagues en ellos. No te cagues en los que te aman y quieren verte a salvo, le pedí.
Julián me contó que cuando fue en cana lo llevaron a "la leonera", una celda de Tribunales donde meten hasta cuarenta tipos juntos. Ese día me asusté, dijo, y no choreé más. Me anoté en el colegio y este año lo termino, agregó, como para echar un poquito de luz sobre toda esa historia trágica que era su vida. Hablamos de los pibes de la calle que paraban con él por Plaza Las Heras. Me contó de los códigos que manejaban, de las veces que tuvo que defenderse sólo para demostrar que podía, de la vez que le cagaron la guita de la droga y lo único que pudo pensar fue lo triste que le parecía que aquel pibe le pusiera precio a su palabra. Si valés doscientos pesos entonces no valés nada, murmuró. También hablamos sobre cómo se hace el crack y le dije que tenía olor a veneno para ratas. Te estás matando, Julián.
La noche nos fue quedando corta mientras el pibe hablaba y de a poquito se le fue ablandando el enojo. No mucho después, conseguí que llame a su viejo. Del otro lado, la voz del padre sonaba canchera, pero no canchera posta, sino con ese tono que tratamos de usar para parecer despreocupados cuando por dentro se nos está revolviendo el estómago. Mañana venís a casa, hijo, le suplicó el padre, y yo miraba a Julián y asentía y le murmuraba que no fuera pelotudo. Creo que lloró un poco, no sé, la terraza de mi casa estaba oscura.
Inflamos el colchón y el pibe se sacó la remera. Fue ahí cuando vi las iniciales que tenía tatuadas en la espalda: JMF. Son las iniciales de los miembros de mi familia, me explicó. Me reí y me preguntó qué me pasaba. Se ve que nosotros también somos familia, le dije, porque mis iniciales son las mismas. Julián sonrió y me dijo buenas noches. Se quedó dormido enseguida. Creo que ahora el corazón le duele un poco menos. Yo también sonreí. Es lindo terminar el día sabiendo que tenés un nuevo amigo.

El vino y la virgencita

Quién te va a querer así, puta y trompeada, me dijo. Me dolían los brazos y las piernas, los ojos y las costillas. Me abrazó y me pidió que haga silencio y el olor a vino barato me entró por la nariz y se mezcló con el olor a óxido de la sangre seca. Me dolían los dedos y las rodillas, pero lo que más me dolía era él. Él me dolía tanto que cuando vi mi reflejo en el espejo sucio de la habitación comencé a llorar de nuevo. Quién te va a querer así, puta y moqueando, me dijo. La virgencita apoyada en la cómoda me miraba. Ella también estaba llorando. Qué estás haciendo, Corina, me dijo la virgencita. Cerré los ojos y tenía puesto el vestidito rosado y las alitas de hada y no estaba volando, pero casi, porque iba sentada sobre los hombros de papá, que corría por la plaza y gritaba ¡vamos, hada Corina, mové las alas, tenés que aprender a volar sola!. Y miro para abajo y ahí está esa barba colorada y esa risa que es enorme y esa voz grave que me decía que nunca me iba a pasar nada malo. Qué estás haciendo, Corina, me dije, y Carlos me agarró del cuello y me pidió que no llore más, que nadie me iba a querer así, puta y arrugada. Fui hasta el placard y lo escuché reírse cuando vio que me ponía el vestido, que me quedaba como una remera cortita, y las alas de hada. Ya tenía quién me quiera así, puta, trompeada, moqueando y libre. Libre para siempre. Carlos quiso alcanzarme pero el vino no lo dejó. El vino o la virgencita, no sé. Escuché a los mocosos en el tren riéndose de mís alas, pero no me importó nada. Mis alas eran hermosas y yo también, a pesar de los veinte años que tardé en aprender a volar.