Árbol Gordo Editores

lunes, 6 de agosto de 2018

Vaca huye camino al matadero



El titular del diario parecía una broma:

"Vaca huye camino al matadero, quiebra cerca metálica, rompe brazo humano y nada hasta isla deshabitada donde todavía sobrevive."

Pensé que había leído mal y volví a leer:

"Vaca huye camino al matadero, quiebra cerca metálica, rompe brazo humano y nada hasta isla deshabitada donde todavía sobrevive."

Vaca huye, murmuré, mientras me cepillaba a los dientes y miraba mis propios ojos, que me devolvían la mirada desde el espejo sucio del bañito.

Camino al matadero, pensé, agarrando las llaves.

Estaba nublado y hacía calor, creo que era viernes. Lloviznaba finito y había que ponerse el piloto y sudar y andar así, sin distinguir si me transpiraba la frente o me llovían las axilas.

Puse la SUBE en el lector, crucé el molinete y con la impunidad de los auriculares, exclamé:

¡Rompe cerca metálica!

Una señora me miró con impaciencia.

El subte llegó hasta las pelotas. Cuando las puertas se abrieron, le di paso a una embarazada que salió repartiendo codazos, murmurando palabrotas.

Miré la hora en el celular. Este era el último tren que me dejaba a tiempo en el centro, así que tuve que meterme al vagón a matar o morir.

Los que venían atrás de mí también llegaban tarde y me empujaron con mala leche, para estrujarme contra el vidrio opuesto, a ver si hacía lugar. Ellos también decían groserías.

El bicho de metal se puso en movimiento con un tirón que apenas nos hizo tambalear, pero alcanzó para que una mujer a mis espaldas perdiera el equilibrio sobre los tacos y se me viniera encima, en un efecto dominó de carne obrera que acabó conmigo sobre el cuerpo de pajarito de la pasajera apoyada en la puerta.

¡Mi brazo, animal!, protestó.

Llegamos a Estación Bolivar con minutos de retraso. En Independencia habíamos perdido un buen rato: las puertas no cerraban, de la cantidad de gente que viajaba.

Nadé en un mar de oficinistas bajo Avenida de Mayo y cuando alcancé la superficie, una ola de vendedores ambulantes y cadetes me atrapó y me arrastró hasta la mitad de la calle, donde giré para esquivar una corriente de chicos call center, con sus camisas arrugadas bajo la campera de roquero.

Di un par de brazadas, alcancé Rivadavia y a contracorriente llegué al edificio. Me zambullí en un ascensor inundado de perfume y un poco mareada, llegué a la isla, prendí la computadora y me preparé un café instantáneo.

Mientras tipeaba la contraseña, abrí el primer cajón, saqué el polvo compacto y lo abrí.

Del otro lado del espejito redondo, la vaca me miraba enojada.

Nadaste hasta el matadero, imbécil, me dijo.




sábado, 28 de julio de 2018

Cuando no sabés si reírte o llorar, 
es porque hay que luchar.

jueves, 26 de julio de 2018

Todavía respira



Lo que tuvimos vos y yo fue más o menos como una obra de teatro.

Vos volviste al Colón, yo me quedé en Timbre 4, pero fue eso, una obra de teatro. Jugamos al felices para siempre como dos pelotudas que no sabían un pomo de la felicidad, ni de la ilusión del tiempo.

Yo te creí, pero ya pasó. Ya pasaste.


El problema es el ahora.

El ahora este, en el que apareciste de la nada, buscando crédito por una felicidad que es toda mía.

Este ahora en el que estoy débil y vos me viste, y me dijiste dame la mano, vamos a recordar tiempo mejores.

Los tiempos mejores con vos están enterrados en el fondo de un libro. De una carta que nunca me animé a mandarte, pero nada más.

Dejame tranquila, que lo que lloro ahora, todavía respira.

sábado, 21 de julio de 2018

Más allá del kilómetro 42

Miraban por la ventana, cada uno una cosa diferente.

Silvio paseaba los ojos por los contornos viborescos de las ramas de la Santa Rita, que crecía al lado del piletón del fondo.

Mónica observaba al pájaro que acababa de posarse en el borde del pozo de agua. Se preguntó si volar dolería en las alas como duele en las piernas correr.


Todavía había platos sucios sobre la mesa, pero no le importaba. No como antes, cuando los nenes eran chicos y Mónica los atendía masticando la comida.

Federico les regaló una cafetera. La envolvió en papel dorado y le puso una tarjeta que decía cosas sobre el destino bastante absurdas, pero la madre no le reprochó nada.

El nene pensaba -o creía, mejor dicho, porque qué distinto es creer de pensar- que sus padres estaban destinados a vivir juntos una historia de amor de cincuenta años.

Pero era mentira.

El destino, si es que existe tal cosa, había querido, apenas, que Mónica y Silvio nacieran en el mismo pueblo, lo suficientemente pobres como para no poder jamás alejarse por la ruta, mochila al hombro, para saber qué hay más allá de la YPF del kilómetro cuarenta y dos.

El destino, si es que tal ficción ya ha sido escrita, quiso que a Mónica y Silvio les gustara compartir la cama, pero nada más. El resto, fue hacer silencio y ser buen cristiano, para no defraudar a nadie.

¿Será que volar duele como correr?, preguntó, por fin, Mónica.

Andá a saber, le respondió el marido. ¿Será que a las plantas les duele no poder ir a ningún lado?

viernes, 20 de julio de 2018

Parir la flor

El día que tu tía Nelly dijo que el maquillaje es una mentira, todos dijimos que tenía razón.


No, miento. No dijo que era una mentira. Dijo que a la mañana siguiente, siempre salta la mentira. Algo así. Como diciendo que hay que aceptarse como una es. Y todos dijimos que sí, que tenía razón. Supongo que te acordarás de ese día, vos la secundaste y me acuerdo que hasta pensé algo así como que qué lindo que no le importe la belleza exterior. Por Dios, era tan naif.


Volvimos caminando. Le dijimos a Nelly que queríamos bajar un poco la comida, porque te daba vergüenza que sepa que no somos -no éramos- el tipo de personas que puede darse el lujo de tomar un taxi cualquier día, a cualquier hora, como quien anda con el bolsillo lleno de billetes de cincuenta pesos y algunos de cinco, por si le da lástima un niño de la calle.


Eso también es maquillaje, te dije, pero vos insistías en que la tía Nelly nos invitaba a comer justamente porque no se daba cuenta de que éramos medio pobres. No pobres, porque no nos falta nada, te decía yo. Más bien somos caretas, te avisaba.


Pasamos por Bellas Artes y te dije pará un ratito, vamos a mirar. Había una exposición de alumnos del último año. Una piba que se llamaba Camila... no se cuánto, no me acuerdo, había hecho una bailarina con las piernas rotas y la había maquillado con la cara de un payaso.


Ahí entendí, sin querer, filosofando con la panza llena, que al fin y al cabo el maquillaje también es un poco como pintar un cuadro. Como florecer, de adentro para afuera.


Mientras hacíamos el resto del camino en silencio, me entretuve pensando que un día podría ir maquillado a almorzar con la tía Nelly. Maquillado y montado, en piel de draga, floreciendo de adentro para afuera, a ver qué cara pone.

jueves, 19 de julio de 2018

Sonreír para nadie

No quiero ponerme de novia el próximo finde largo, ni el verano que viene, ni quiero salir de compras y llenar un taxi de bolsas de plástico.


No quiero empezar el gimnasio y ponerme diosa, ni salir en fotos abrazada con pibes que no conozcas. No quiero ponerme en pedo y dormir con alguien, por no dormir sola.


No quiero que mires mis fotos y te arrepientas de nada.


No quiero cruzarte por casualidad y verte más gordo, más feo o más triste, y después pasar la noche en el boliche, contándole a las chicas, a los gritos, que me diste un poco de pena, mientras ellas me miran con un montón de lástima y una dice voy al baño y otra dice te acompaño, porque ya no me aguantan.


No quiero borrar del teléfono las fotos que nos sacamos juntos, pero tampoco quiero pasarlas a la compu. No quiero crear una carpeta nueva en la carpeta de las fotos. ¿Qué nombre le pondría? Me resulta impensable, me sentiría ridícula. ¿Recuerdos? Sacrilegio, tan Coelho que lastima.


No quiero borrar tu número, aunque me tengas bloqueada, ni quiero hacerme una cuenta de Instagram con un nombre truchísimo para espiarte a escondidas, algunos días con la mano en la bombacha, otros días con los dedos en los bordes de los ojos, atajando las lágrimas.


No quiero hacerte daño ni saber que te lo han hecho. No quiero pensarte doliente y sonreír para nadie, ennegrecida, satisecha.


Yo sólo quiero que vayas. Que vayas tranquilo. Que vayas hasta donde llegues, que yo desde acá te miro. Desde este espacio oscurito entre la carne y el iris, donde te tengo guardado. Donde te tengo escondido. Donde te tengo anotado, hecho cuento; donde te tengo hecho foto y abrigo. Donde te tengo, aunque no te quiera mío.

martes, 17 de julio de 2018

Ya soñé que era un pez



Dejé la persiana en rendijas y a las seis menos diez, el cuarto se puso sepia mientras el sol se moría en el techo del vecino de enfrente.

Todos estos días junté un montón de cosas para contarte, pero después no escribí nada. De qué sirve desparramar sobre la pantalla todo esto, si ya no te importa.

Los bits no sienten nada, y hace tiempo que no somos más que bits y a lo mejor una voz triste en un mensaje de audio, el video de tu dormitorio adentro de mi dormitorio, una excusa cada vez más diminuta, picomorfa, subatómica, minusistente, para una foto.

Pero nada más.

¿Sabías que en Texas hay una ciudad que se llama "Tierra"?

Tantas cosas para contarte junté, que empecé a preguntarme por qué quería contártelas todas a vos. ¿De qué podría servirte saber, por ejemplo, que existe un parásito que se come la lengua de los peces y se queda a vivir en sus bocas para siempre?

Y sin embargo, ahí están los parásitos, comiéndose la lengua de los peces y todo aquello me horroriza. Ya soñé que era un pez.

Quiero contarte cualquier cosa, con tal de saber que me estás oyendo. O leyéndome. O bitmirándome.

Sucede que cuando me oís, o me leés o me bitmirás, me hacés sentir que no estoy errado, que al fin y al cabo no somos más que un montón de infancias en pausa. jugando a ser adultos por primera y última vez, sin ensayo y con un libro lleno de reglas hechas de plastilina.

Me hacés sentir que seguir jugando, a veces, salva.

Una señora pasó ayer por la vereda de casa, hablando por teléfono enojada, intentando consolar a una amiga del grupo de las mamis de whatsapp que lloraba por el marido. Acá todos se enteran de todo, viste. Y esta señora, la que pasaba por la vereda de casa, le decía que no llore, que la gente que juega con los sentimientos ajenos es la primera en arder en el infierno.

Quise decirle que el consuelo no existe y que el infierno tampoco, pero ahora no estoy tan seguro.

Creo que el consuelo no existe, porque para mí, el dolor es como un trapo de piso que alguien escurre con todas sus fuerzas. O más bien, el dolor se parece al momento en el que del trapo ya no cae ni una gota, pero los brazos no dejan de apretar y retorcer.

Y nadie puede meter sus brazos en nuestros estómagos y dejar de retorcer el trapo, por más palabras bonitas que nos diga cuando ya no soporte vernos llorar. Porque es por eso que a uno vienen a pedirle que no llore, o a decirle cosas bonitas cuando anda oscuro y con los ojos vueltos cristal de colectivo cascoteado. Porque no soportan el llanto ajeno.

Si acaso existe el consuelo, en todo caso será el que cada quien se da para sí; el comprender, antes tarde que jamás, que los brazos que escurren el trapo de piso siempre fueron nuestros.

Y del infierno te cuento en la próxima esquela, porque aún no lo he recorrido todo.

lunes, 16 de julio de 2018

El día que dejé de creerte



El día que dejé de creerte fue el día más triste de todos, porque ese día te me moriste un poco. Te me moriste en los brazos, que ya no te abrazaron nunca más.

Y antes de dejar de creerte, hubo un día que me permití la duda. Cómo te enojaste, ese día. Te enojaste tanto, que algo adentro mío se hizo chiquito. Te enojaste tanto que bajé la voz y te dejé escupir la furia de entre los labios y después hicimos silencio.

Vos esperabas mi fuego, y en cambio, te dije bajito: no te preocupes. Somos amigos. Me podés contar.

Y me contaste.

Me dijiste: es cierto, te mentí un poco.

Yo no me enojé, por eso celebramos. Cuánto hemos madurado, dijimos, embriagados por la complicidad que creíamos haber parido aquel lunes.

Después pasaron los días. Yo tomaba café y escribía canciones en el único bar que hay en Pampa del Infierno, mientras vos veías caer la noche a veinte kilómetros de Caparica.

Me decías que eras feliz y yo anotaba tus sonrisas en mi libreta y buscaba en las cuerdas, la música de esa carcajada tuya que cada día escuchaba un poco menos.

Yo me reía todavía, pero ocurre que a veces es más contagioso el silencio que la carcajada, y pronto acabamos teniendo conversaciones serias, de esas que dan ganas de colgar el teléfono y pensar en cosas más felices.

Nosotros nos queríamos demasiado como para dejarnos ir, y nos dolían cada vez más los brazos de tanto abrazarnos, mientras nuestras piernas y nuestros días y nuestros corazones se alejaban por caminos diferentes.

No nos hacía bien ese abrazo, que nunca empezaba, porque estabas lejos, y porque estabas lejos, tampoco acababa jamás.

Nuestras piernas seguían andando, se iban. Nuestros cuerpos se despedazaban en slow motion. Y vos y yo nos mirábamos a través de la cámara que nos hacía pensar que estábamos cerca, buscándonos en la mirada del otro, como un holograma negado, como el fantasma de alguien que no sabe que ha muerto.

Ahora lamento un poco haberme fijado tanto en tus gestos el día que me permití la duda y acabaste confesando la mentira.

Lamento haberme quedado viendo la forma de tu rostro mientras mentías, inclusive antes de confirmar de tus labios la ficción que me contabas.

Lamento haberme reencontrado con ese rostro el día que dejé de creerte.

El día que te me moriste en los brazos.

El día que los monstruos me ayudaron a entender la monstruosidad de una ficción estéril, disfrazada de abrazo, que nos despedazaba en secreto.

martes, 3 de julio de 2018

Ñeri - Fragmento



Y si alguna vez me tengo que morir así, de repente, quiero que me choque un tren, que me haga mierda, que me despedace. Y que para un lado salga volando mi alma y para el otro, mi cuerpo. Porque mi cuerpo ya está todo roto, con o sin tren. Mi cuerpo está lleno de huecos, lleno de tajos, pero mi alma todavía no puede salir.

Ñeri

No me duele lo que me hayas hecho, sino todas las cosas que no te animaste a hacer conmigo.

No me olvidé de vos, me acordé de mí.

Perspectiva

Honestamente, siempre pensé que la infidelidad no es acostarse con otros, sino hacerle creer a cada uno de ellos que es tu persona especial. Pero allá usted con sus mandatos sobre el cuerpo ajeno.

Me gustan los besos porque son como contarse secretos.

Inventamos dioses para implorarles que nos salven de nosotros mismos.



Me reconforta esta amistad nuestra,
que no me deja dormir tan solo
las noches que no nos salen todos los otros roles.

El cuento de Atilio Sepúlveda

Y el cuento de Atilio Sepúlveda, ¿lo sabés? La Tita, mi abuela, lo contaba siempre.

Dice que criado a la usanza macha, Atilio Sepúlveda pasó sus primeros años sonriéndole a camioncitos y soldaditos de plástico a los que obligaba a matarse entre ellos.

Cada vez que se le interrogó acerca de sus sueños de adultez, respondió que de grande quería ser: policía, futbolista, astronauta y carpintero, y todo aquello estuvo muy bien.

Ya de adolescente, Atilio Sepúlveda tocó los senos de una señorita sin permiso y su padre le aplaudió la astucia y su abuelo le prometió dinero por cada historia de mujercita manoseada que Atilio le relatara.

Durante sus años maduros, Atilio Sepúlveda hizo muchas cosas: fumó cigarrillos colorados, que son los cigarrillos de macho. Vistió bermudas hasta las rodillas en la playa y le sacó fotos a dos señoritas que tomaban sol distraídas. Jugó a la pelota todos los miércoles, emborrachó una compañera de trabajo y se la llevó a su casa, hizo el asado cada verano en la cabaña del Paso, le dijo correte fea a una gorda parada delante de una promotora del TC y se juntó con tres amigos para pegarle a un homosexual que cruzaba distraído Avenida 9 de Julio en la época que Avenida 9 de Julio era asfaltada hasta el hospital, nomás.

Un día, Atilio Sepúlveda se casó y tuvo una hija y a la niña la mandó a estudiar a un colegio de monjas para que no hubiera compañeros de clase varones que la manosearan sin permiso.

A los cincuenta y cinco años, Sepúlveda cambió el fitito por el Ferrari, según supo expresar su gran amigo, confidente y testaferro, Pepito Confettini, la tardecida que conoció a su novia nueva.

Podría decirse que Atilio Sepúlveda vivió la vida de quien no quiere sospechas sobre su hombría y aquello siempre le valió de la admiración de su círculo íntimo y le confirió una tranquilidad impensable.

Fulminado por un cáncer de próstata que no pudo detectar a tiempo, Atilio Sepúlveda murió el primer día de mayo y fue enterrado bajo la llovizna con la camiseta del club y su rifle de caza cruzado sobre el pecho, en un acto de conclusión de existencia digno de un hombre.

Fue su hija, Teresita, la que mandó a grabar el epitafio de la lápida:

"Aquí yace el pene sin vida de Atiliio Sepúlveda", hizo poner.

Cuando el fantasma de Atilio Sepúlveda vio la lápida desde la rama del árbol en la que se había sentado a contemplar su entierro, entró en cólera:

¡Desgraciados! ¡Qué no saben que yo soy mucho más que un pene!, gritó Atilio Sepaúlveda, pero ya era demasiado tarde.

El arma la tiene el hombre del espejo

No sé si vos sabés la historia de Sebastián.

A los putos hay que matarlos a todos, escupió una vez contra el cielo, en un ataque de odio contra sí mismo y contra el mundo. En Monserrat todos sabíamos lo de Sebastián.

Todos menos él, decían las locas malas.

Pobre Sebastián, que nunca supo ser libre y que nunca se enteró del poder secreto de las invocaciones.

A los putos hay que matarlos a todos, le dijo el Rubio, cuando lo escuchó llorar. A todos, repitió el malandra, riéndose de las lágrimas que le resbalaban por  el rostro de quijada temblorosa. Lo agarró de los pelos y no le tembló el pulso; cuando le puso el tiro, se cagó de risa.
Sebastián se murió ese día, un seis de marzo, me parece.
Se murió de sí mismo.
Sabrás que esa persona que dijiste amar y acabaste lastimando te ha perdonado el día que dejes de pedirle disculpas y empieces a pedirle consejos.

A qué edad vengo a descubrir que el amor se parece un poco a dar de beber agua fresca una madrugada de marzo.

Te encanta verme con los remos, y a mí me encanta verte ser el mar.

Miragem

Quiero despertar de este mal sueño y ver tu espalda flaca a mi lado y saber que nada malo puede pasarme. 

Pero sigo pellizcándome, mientras vos te deshacés en la sal de mis ojos hartos.

Te cansaste, me dijiste que estabas harto de ser mi sombra y no alcanzaste a enterarte que para mí eras sol de septiembre. Y quise alcanzarte, pero no pude. Me duelen los brazos. Me duelen los ojos. Me duele la memoria. Porque cuando se va el sol, lo que duele, duele más.


Dormideira



En una maceta de tu patio crece una plantita de dormideira. Allá, donde yo vivía, había muchas. Cada vez que pasaba, las acariciaba y las dormideiras salvajes se cerraban al instante.

Pero tus dormideiras no se cierran, porque has conversado con ellas demasiado tiempo y ya reconocen tu voz.

Y es que hasta las plantas quieren oír tus carcajadas.

Y un día vas a salir al patio y te vas a arrimar a la maceta y vas a decir buenos días y cuando acaricies, me acariciarás el lomo.

El día que el Árbol Gordo amaneció muerto



¿Te acordás el día que el Árbol Gordo amaneció muerto?

Esa noche, el viento nos había hecho abrazarnos como pudimos y al día siguiente, cuando salimos al patio, ahí estaba el árbol, tendido sobre el suelo, arrancado de la tierra por las garras de la tormenta. Vos estabas melancólico, te pusiste triste, pero no decías nada porque te habían enseñado que los hombres tristes son maricones.

Don Quintana dijo que había que cortar primero la copa, para ir llevando de a poco, y estuviste de acuerdo. Qué más daba en cuántas partes se llevaran el corazón de la casa. El cielo estaba gris y el Árbol Gordo estaba muerto sobre el pasto y Don Quintana le daba machetazos que le hacían temblar los brazos huesudos. Mil machetazos le dió Don Quintana al Árbol Gordo, y al árbol se le cayó el pelo y se le cayeron los nidos, las cuevas de madera donde dormían las arañas, las flores amarillas, las pelotas viejas y los barriletes.

Y el Árbol Gordo se puso de pie.

Así, sin más, librado de todo el peso, se levantó, cómo buscando el sol después de la tormenta, y cuando la primavera volvió, le florecieron las raíces que apenas se hundían en la tierra del patio que lo había parido.

Y si vos hubieses visto, si acaso pudieras recordar tus ojos el día que el Árbol Gordo se puso de pie, a lo mejor sabrías qué hacer ahora, que tus nidos y tus flores amarillas y tus barriletes no te dejan levantarte.

Por eso te cuento está anécdota, para que tu horizonte deje de ser perpendicular a tus ojos. Para que aguantes los machetazos que te devolverán el sol sobre la cabeza herida. Para que no tengas miedo de soltar los pájaros negros que habitan tus nidos, ni dejar ir las arañas de tus cuevas de madera. Para que tus raíces más profundas sigan aferradas a este patio que me late debajo de la piel.

La dictadura sucede



La dictadura no sucedió: sucede.

Está sucediendo.

Por cada pibe muerto a manos de los que defienden el orden, la dictadura sucede.

Por cada torta humillada a cintazos, la dictadura sucede. Late y lame y vibra, estridente, como un grito de alto ante ese peligroso vandalismo que es el amor sin miedo.

Por cada mina pobre que se muere en la clandestinidad que esconde la vergüenza de las ricas, la dictadura hace eco. Picanea las almas, las calmas, los sesos. Obliga a ser madre y condena a la hoguera a las que se niegan a parir esclavos vestidos de obreros.

Por cada tipo que llora escondido, la dictadura respira aire fresco, sus fuegos se llenan de viento, se elevan, se comen todas las humanidades, todo lo que pretende ser verdadero. Mantiene en secreto el deseo y lo cambia por un sueño chueco de saco y corbata y crédito.

Por cada colectivo que no le para al viejo de la silla de ruedas, la dictadura resucita, pisa al débil, atropella al ciego, vuelve para llevarse al resto de los que creen, para que aquí ya no crea nadie, porque no se crea donde no se cree, y qué miedo, qué miedo, le tiene la dictadura a lo distinto, a lo milagroso, a lo nuevo.

Porque la dictadura es: es ahora, es vestida de revolución de la alegría y es cívica y es eclesiástica y es almuerzo por TV mientras sobre las mesas del barrio ruedan rodajas de pan muerto. La dictadura es la libertad acribillada por la espalda, el reclamo ahogado que nada río arriba, la trava hecha un ovillo para que las trompadas no duelan, el paco y también el frasco de Mujercitas que intenta resucitar la infancia arrebatada de una piba que violaron y a la que nadie le creyó.

La dictadura es pulsión de muerte, y es, es ahora, es en este instante aunque digan que no es.

Es en este instante aunque la vistan de vedette, de viral, de ojos azul cielo y banda presidencial.

Es aunque la nieguen, aunque digan nunca más.

Es, porque los que la hacen ser todavía andan por acá.

Es, porque los que la hicieron, duermen más cómodos que los que piensan en los nietos que no están, en los hijos que llevaron para hacerles confesar el crimen de no ser cómplice de la barbaridad, del dolor que ya no importa, porque fue hace mucho, aunque nunca deje de pasar.

Los verdaderos guardianes de los libros no son quienes los atesoran, sino quienes los prestan.

No importa dónde esté, siempre habrá lugar para que duermas al lado mío.

¿Y cómo hacer para encontrarnos en la luz, si la casa se vistió de sombras que te nombran?

De qué sirve amar, si no se sabe querer.

El ahora es tuyo; la eternidad es nuestra.

Los del asfalto



Por favor, te pido que no conviertas esto en una guerra entre policías y docentes, o entre religiosos y militantes por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, ni de fetos contra pibes de la calle contra pibes de Siria contra pibitas forzadas a parir contra niños criados por familias homoparentales y así, en círculos, hasta caer rendidos.

Cada persona es una pieza del engranaje de los kiosquitos personales de un grupo de ministros que brindan con cálices repletos de la sangre de los que discutimos allá abajo, en el esfalto, y eso lo sabemos todos, aunque después vengamos a anteponer salvajemente los propios modos en que la verdad se le enfrentó a ese espejo roto que es la propia historia.

Hay quienes dicen que todos nosotros, los del asfalto, tenemos un enemigo en común que es el diminuto grupo de poderosos que se han repartido el mundo. Y cuando digo diminuto no me refiero a la cantidad de miembros, sino a lo que son comparados con la fuerza que tendríamos los del asfalto si dejáramos de lastimarnos entre nosotros para llenarles de sangre las copas de tantos brindis infames. Hay quienes dicen, decía, que son enemigos; pero creeme cuando te digo que no son nada más que obstáculos que tienen el tupé de decirte cuánto vale tu vida y cuánto cuesta vivirla. Y si te parece que tu vida, que poco vale, cuesta demasiado, siempre podrán convencerte de que el culpable de lo que te falta es ese que sale por la tele con cara de malo.

Y el malo siempre resulta ser aquella o aquel que cuestiona los privilegios de los dueños del mundo y ahí nomás sale el pueblo a lincharle, porque el sistema le enseñó al pueblo las leyes que nos hacen a todos iguales y después lo convenció de que realmente lo éramos, y cada mañana la peonada blanca sale a matar peones negros para cuidarle a los reyes sus propiedades y sus animales y sus obispos, en este enorme ajedrez que es existir en sociedad.

Coca Cola

Llegará el día en que los libros contarán que el famoso producto de limpieza Coca Cola solía utilizarse para consumo humano hasta bien entrado el siglo XXI. Vos acordate, nomás.

Amar dignifica.

Qué grandioso el poder que tiene la soledad de ponernos en contacto con lo que somos, sin permitirnos escapar.

Alguien me dijo que estar triste se parece un poco a un 25 de mayo de plazas con rejas.

Amar la lluvia

Qué es una opinión, sino una manera de encontrar adversarios.
Luego, dijo:
Me temo que las personas que tienen novio (y con los dedos hizo unas comillas y con los labios hizo una sonrisa que daban ganas de darle un beso) esperan demasiado.
Novio, dijo, con más comillas, es hacer una lista. Una lista como la que hacen las crianzas de las películas cuando los llevan a conocer a Papá Noel con la misma convicción que los llevan a conocer a Cristo.
Una lista escrita en pergaminos infinitos que se desmayan sobre las baldosas cuando los desenrollan.
Un novio, novio entre comillas, explicó, para dejar las manos quietas, es una lista de requisitos imposibles. Impensables. La intención eternamente inalcanzable de cumplir un rol ficticio que existe desde que existen los hombres.
Y cuando dijo hombres no hizo comillas, porque hablaba de los hombres.
Después se puso seria.
Quién quiere tener novios cuando puede tener amigas, compañeros, colegas y cómplices. Quién quiere mandato, cuando puede tener libertad, reclamó, haciendo evidentes todas esas verdades que a nosotros se nos morían entre los dientes por el miedo de alzar la voz.

Quién puede elegir los paraguas cuando aprende a amar la lluvia, suspiró, y se bebió otro trago de cerveza en silencio.

No hace falta tener útero



No hace falta tener útero para entender que necesitamos educación sexual integral efectivamente aplicada en los establecimientos educativos y, por qué no, en otros organismos y ámbitos de interacción social.

No hace falta tener útero para comprender la necesidad que tenemos, como sociedad, de acceder en forma universal y gratuita a métodos anticonceptivos.

No hace falta tener útero para concordar con el existente derecho de los cuerpos gestantes a interrumpir un embarazo en condiciones seguras, siendo el Estado responsable por encuadrarse esta situación en un asunto de salud pública.


No hace falta tener útero para enterarse cuántas mujeres pobres pagan con la vida la moral ajena que rige sobre sus cuerpos, la condena a la maternidad forzada, la inocencia interrumpida.

No hace falta tener útero para unirse a la lucha de quienes piden educación, anticonceptivos y sacar al aborto de la clandestinidad. Con tener cerebro y corazón, alcanza.

Si no te dejan ser libre, sé libro.

Los monstruos mansos



Aquel día, el día que desapareciste, volví a sentir esa piedra ahí, en la boca del estómago, donde dice mi amiga Paula que está el plexo solar.

Desaparecer es una palabra bastante hipócrita, pensé. Porque vos no habías desaparecido: simplemente decidiste no mostrarte ante mí. Y eso no tiene nada que ver con la continuidad de tu existencia, ni mucho menos con este deseo mío, y sólo mío, de encontrarme con vos.

Esa noche me dormí pensando en la vez que nos peleamos por alguna estupidez y terminamos diciéndonos todo lo que veníamos escondiendo detrás de la nuez de Adán, en el fondo de la panza, en algún rincón oscuro de ese depósito de cajas y cajones que habitamos los humanos cuando cerramos los ojos. Un depósito del que solamente yo tengo la llave, pero que insisto en mostrarte, para que entiendas que ese día que nos peleamos por alguna estupidez y terminamos diciéndolo todo y vos agarraste un espejo y me mostraste mi rostro desfigurado de ira, ese rostro no era yo, sino más bien la parte de uno que se enjaula con candado, del otro lado de los párpados, y que a veces se hace líquida, como las lágrimas, y se escapa, y nos mata un poco.

Desaparecer es una palabra mentirosa, porque vos estabas allá, en algún lugar donde mis ojos no te veían ni te leían, y sé que estabas a salvo y que seguro te reías con esa risa que cura plexos solares.

Y mis ganas de verte seguían siendo sólo mías.

Y las ganas de tenerte para mí en ese momento.

Y también las imágenes, todas las imágenes que desató en remolino tu ausencia inesperada.

El telón de carne de mis párpados se desplomó sobre mi rostro y ahí estaba yo y ahí estaban las cajas, los cajones, las jaulas y todos mis monstruos enjaulados, volviéndose líquidos en plan de fuga iracunda.

Ojalá me hubieses visto, pero vos no estabas.

Me senté junto a la jaula, los observé un rato largo y ellos también me miraron y gruñeron un poco y me dijeron soltame y susurraron cosas que sé que jamás dirías, pero qué más daba, si ellos querían que los suelte, si los monstruos nomás buscaban deslizarse por mi lengua y saltar al aire convertidos en cuchillos para desfigurarte la cara, la risa y cualquier recuerdo tibio que aún conserves de mí.

Los monstruos enjaulados y yo nos miramos un rato largo y después les hablé de vos. De vos y de todos esos milagros diminutos que suceden después de vos; y de todos esos ansiosos ardores que después de vos, ya no existen.

Ojalá me hubieses visto, pero vos no estabas. No habrás de estar nunca de este lado de los párpados, y eso ya no me duele. Son sólo mías las cajas, los cajones, las jaulas y las memorias diminutas del amor que me habita y que alimenta a los monstruos, que desde entonces son mansos.

Lo trans



Ayer me tocó conversar con un grupo de chicos homosexuales que opinaban que si un hombre se quiere transformar en mujer, que por lo menos lo haga bien, que así, con esa sombra de barba, esa nuez de Adán y esa voz de trueno, es muy difícil que alguien pueda comerse el verso de lo femenino-ficticio.

Existe todavía en la sociedad la idea errónea de que "lo trans" debe aspirar a lo hegemónico para consagrarse, como si lo que se nos presenta como lo "normal" no fuera otra cosa que lo normado y, en todo caso, una de las posibilidades identitarias que puede asumir la expresión de género de una persona.

Para que te enteres: lo trans no está aquí para someterse a tu juicio, para satisfacer tu noción de macho o hembra o aquello que las limitaciones de tu bondad te ha permitido construir.

Lo trans no está aquí esperando tu calificación, tu premio o tu consuelo; tu opinión sobre sus formas, sus voces y sus deseos.

Lo trans no está aquí para ser tu circo ni pretende hacerse cargo de tu odio. No está aquí para tragarse tu falsa pena, tu católico pesar, tu enjuiciamiento absurdo y tus modos de matar.

Lo trans no está aquí para desafiarte, sino para educarte. Para enseñarte que entre el rosa y el azul que dividen tu experiencia cultural hay posibilidad y, sobre todo, certeza de saberse a salvo cuando se es del color que el corazón manda, a pesar del mandato y el garrotazo y la negligencia estatal. Lo trans está aquí por lo trans y no le hace falta el permiso del patriarcado heterosexual para saberse fuerte, válido, real.

Ayer me tocó conversar con un grupo de chicos homosexuales convencidos de que la libertad que tienen para desparramar mariconería por la ciudad se las ha dado Dios, y no lo trans, que hace rato le viene poniendo el lomo al garrotazo de lo normal para que vos, que te parecés un poquito más al que te oprime, pases desapercibido.

Que no nos conmueven las mismas cosas no significa que no podamos unirnos en contra de todo eso que en común nos enoja.



¿Sabés cuánto sol te falta
para marchitarme las flores?

Qué pena



"Qué pena que se mueran
tantas negras de mierda
por mantenerse clandestino lo que sucede en cada cuadra,
en cada barrio, en cada partido.


Qué pena tanta piba obligada a parir
para no ser asesina
aunque con el cordón umbilical ahorque
los sueños que supo soñar
las mujeres que quiso ser
los deseos que ya no va a pedir
cuando la llama de la vela se extinga
y los años al servicio de los amos que marcaron su destino
sean cumplidos.

Qué pena la gente que sale en la tele diciendo
ser violada también es ser mamá,
y hace becerro de oro del feto de plástico
que pretende hacernos amar.

Qué pena la gente de pañuelo azul
pintando prohibiciones azules
sobre pañuelos blancos

mientras vos mirás."

.

"Qué pena"
Título propuesto por una lectora tras saberme a favor del aborto legal.