Árbol Gordo Editores

jueves, 31 de diciembre de 2015

La muerte de la Reina



Ahí está. Escuchá cómo suena el hielo cuando el vodka le cae encima. Me llevo el vaso a la boca y ¡ay! arde. Arde como una llaga en la garganta, porque el vodka es baratísimo. Arde cuando llega al estómago y arde cuando me saco el vaso de la boca y se me humedecen los labios. Me limpio la boca con la manga del buzo porque no me importa si se ensucia. A nadie le importa si el buzo se ensucia.


Puse los dedos sobre la Olivetti vieja y fue como si las teclas no pesaran nada. Con ritmo militar, la máquina iba marcando las letras sobre el papel. El 17 de noviembre es el día que elegí para la muerte de Sara Soler, tipeé.


Necesito otro vaso. Doble. Azoté la puerta del freezer, que hizo un ruido sordo, como una silla que cae sobre una alfombra. Solté los cubos de hielo dentro del vaso y ¡ay! cómo me entusiasma ese sonido. Son como campanitas, como las notas más agudas de un xilofón.  Inclino la botella despacito. Apoyo el pico sobre el borde del vaso, noto que me tiembla un poco la mano. El vodka toma impulso desde el fondo, como una ola encerrada en un útero de vidrio. Y ahí viene, como el mar que llega a la playa descontrolado, vertiéndose dentro del vaso y ¡cling! las campanitas y ¡ay! cómo arde. Cuando trago, mi pecho se pone eléctrico y los músculos de la garganta se relajan. No podría gritar aunque quisiera. Mi cuerpo es blando pero espeso, como un puré de papas mal batido. Suelto el vaso vacío a escasos centímetros de la mesa de pino y el sonido es como un balazo.


Ese día me senté a esperarla en la plaza, tipeé. La vi salir con el pañuelo rojo alrededor del cuello y unas gafas de sol parecidas a esas que usa Audrey Hepburn es Breakfast At Tiffany’s. Hasta tenía el cabello recogido. Me puse de pie y la seguí. Dobló en Suipacha en dirección a Santa Fe y me asusté cuando pensé que estaba a punto de subirse a un taxi. El semáforo la habilitó a cruzar y también crucé yo, invisible en un mar de oficinistas. Sara Soler lucía hermosa como siempre. Yo no quería matarla.


Agarro el vaso y maldigo al notar que está vacío. Me pongo de pie rezongando, con el cuerpo adormecido (excepto los dedos) y saco el vodka de la heladera. Miro la etiqueta. Creo que ni siquiera el nombre es ruso. El Chino lo vende a veinte pesos, yo debo ser el único que lo lleva. Saco hielo suficiente y me llevo todo a la mesa. ¡Pum! hace la botella cuando la apoyo. ¡Clank! Hace la cubetera. A través del envase transparente veo la imagen enmarcada de una pasionaria en flor. ¡Cling! hace el hielo que cae dentro del vaso y cómo me gusta ese sonido, que es como el sonido que hacen esos adornos de caracoles mecidos por el viento que cruza las galerías de las casas al costado de la playa. El vodka se acomoda en el vaso, reptando entre los cubos, como una serpiente o más bien como una sombra gris y borrosa. ¡Ay! mi garganta y ¡ay! mi estómago, y la gota de vodka que se resbala desde la comisura izquierda de mi boca y rueda hasta este buzo sucio. Siento que los muslos se hacen blandos y se desparraman sobre la silla. ¡Crac! hace la espalda y ¡crac! hace el cuello. Sonrío, no sé por qué. Sonrío para nadie y con el ceño fruncido. Qué sonrisa siniestra.


La vi encender la luz del departamentito del primer piso minutos después de que entrara al edificio, tipeé. Agarró el teléfono. Ocho y veinte. Si había algo que amaba de Sara Soler era su puntualidad hasta para la costumbre. Seguramente ordenaría comida chatarra y se pasaría un par de horas frente al televisor, olvidándose de todo. Olvidándose también de mí, probablemente. Sara Soler, temo que te olvides de mí, por eso tengo que matarte.


La marca del vaso sobre la madera y sobre otras tantas marcas secas me robó la concentración. Decenas de hologramas de testigos de vidrio por toda la mesa. Me sentí avergonzado. Y ¡ay! el carbón líquido rodando por mi garganta, ensombreciendo mi voz que ya es ronca y débil. Pero cuando el cuerpo se adormece, la voz ya no importa tanto mientras los dedos se sigan moviendo. Un, dos, un, dos, la Olivetti le daba latigazos de hierro al papel. Y suenan el vodka y las campanitas de hielo. Luego el rostro se pone caliente, hierve, y los ojos se van cerrando y la boca empieza a salivar.


Tengo su pedido, tipeé. Vi a Sara Soler salir del edificio, desconcertada porque la comida solía llegar entre las nueve y las nueve y media. La agarré tan fuerte como pude y le cubrí la boca para que no gritara. Callate la boca, le dije. Me la llevé al ascensor que era como una jaula de pájaros gigante y ahí estaba ese pobre pichoncito, mirándome con un horror que nada tenía que ver con esos otros ojos que se ponían brillantes cuando, acostada junto a mí, un rato antes del amanecer, me pedía que le leyera otro poema. Son hermosos los ojos de Sara Soler cuando le leen poemas. Ahí viene la Reina, le murmuré al oído. Con sus manos tibias como el sol en sus trenzas. Ahí viene la Reina, con sus dientes blancos que muerden duraznos que sangran sobre sus labios. Miren a la Reina, recité. Miren cómo sonríe y enciende la casa, oigan cómo murmura una canción de sirena. Miren cómo el Rey mira a la Reina, que ahora se puso en el cuello el pañuelo rojo de seda. ¡Oh, maravillosa Reina! Escogiste la horca perfecta.


Un retorcijón en el estómago me acobardó. Serví más vodka dentro del vaso sin hielo y continué escribiendo. 


La jaula llegó al primer piso y la Reina y yo entramos al departamentito, que estaba apenas iluminado por ese velador junto a la ventana por donde la miré cenar tantas noches.


Quise agarrar la botella de vodka y la tiré sobre la mesa y ahí nomás maldije a mi madre. Un poco de vodka cayó sobre mis cuadernos y otro poco puso grises las hojas de una edición de bolsillo de Alicia En El País De Las Maravillas. Agarré el vaso con tanta fuerza que hasta pensé en el cuello frágil de Sara Soler envuelto en el pañuelo de seda rojo y los ojos se me llenaron de lágrimas. Y ¡cling! el hielo y ¡ay! mi estómago. Media botella de vodka y aún no lo suficientemente en paz, pensé. Escuché los fuegos artificiales y me arrimé a la ventana. Cuando consulté el reloj descubrí que eran las doce en punto.


La metí en el dormitorio sin sacarle la mano de la boca y la tiré sobre la cama. Aún aterrorizada, Sara Soler lucía preciosa. Ojalá pudiera explicarle cuánto miedo siento. Porque yo no quiero que Sara se muera, pero tampoco quiero que se olvide de mí. No sé cómo llegamos hasta aquí si hasta hace unos meses tomábamos vino bajo las estrellas en una terraza llena de plantas que traje del litoral.


¡Ay! mi garganta.


Enredé el pañuelo entre mis dedos, robándome el espacio que sobraba entre él y el cuello blanco y delgado de Sara Soler. Aprieto fuerte y cierro los ojos. Soy un león y Sara es un antílope. Siento su cuerpo temblando debajo del mío, retorciéndose como un insecto alcanzado por el certero golpe de un zapato. Sara Soler era un insecto. Aferro las piernas a los flancos de la cama y uso mi mano libre para sujetar el brazo que no conseguí atrapar debajo de mi propio cuerpo. Abro los ojos y me encuentro con los suyos. No eran ojos de insecto ni ojos de antílope, eran los ojos pardos de Sara Soler.


¡Mierda! La A de la Olivetti volvió a fallar y el latigazo de hierro quedó a medio camino entre la máquina y la hoja. El vaso estaba vacío y todo aquello me pareció excusa suficiente para darle un puñetazo a la mesa. Sirvo más y ¡ay! y vuelvo a servir y ¡cling! y ¡pum!, la botella contra la mesa, y ¡ay! Me limpió la boca con el buzo y lo huelo y me doy asco.


Ahí estaban sus ojos y ahí estábamos yo y mi mano envuelta en el pañuelo rojo de seda. Pobre Sara Soler. Por favor, murmuro, no te olvides de mí. Aprieto el pañuelo con fuerza y vuelvo a cerrar los ojos y soy león y ella es antílope e insecto y escucho el ¡crac! y su cuerpo deja de moverse.


¡Ay! mi garganta. Ya casi no hay vodka. Se me retuerce el estómago y más se me retuerce el alma, porque Sara ya no se mueve y yo tampoco quiero moverme. Repentinamente mi cuerpo se hizo de piedra y lo que quedaba de vodka no llegó al vaso antes de bajar por mi garganta. Suelto la botella. Ese nombre ni siquiera es ruso, pienso. Otros veinte pesos me ha costado matar a Sara Soler.



La dejé sobre la cama y salí corriendo del departamento, llevándome la llave. En la calle, el viento me pegó en la cara y me tranquilizó. Antes de cruzar saco la billetera del bolsillo y cuento el dinero que me queda. Veinte pesos, susurro aliviado, sabiendo que mañana tendré que volver a matar a Sara Soler.

martes, 15 de diciembre de 2015

El rosario

Nada lo había sacudido tanto como el día que su abuela le regaló el rosario. Se lo colocó con solemnidad justo después de su comunión y le aseguró que ahora Dios siempre iba a poder ver todo lo que él hacía. Todo.
Mateo bajó la vista y vio a Jesús crucificado. La figurilla era diminuta, pero consiguió distinguir su rostro de sufrimiento. ¿Así lucen todos los hombres a los que Dios observa? pensó, pero no se animó a preguntar.
Ese día trató de portarse lo mejor posible, más por miedo que por convicción. La idea de tener al ser más poderoso de todo el universo, más poderoso que cualquiera de los Thundercats (hasta Cheetara) mirándolo todo el tiempo lo asfixiaba.
Tenía mucho en qué pensar, pero no se animaba a pensar porque todavía no le habían dicho si Dios podía o no leer los pensamientos.
Hizo pis con vergüenza tres veces hasta la hora de la cena.
Rezó antes de comer y le pidió a Dios que si podía leer sus pensamientos que le diera una señal. Aunque sea una chiquita, porque tenía mucho en que pensar, y era trampa que no saber si él podía o no leerle la mente.
No hubo señales.
Mateo se metió a la cama por esa costumbre horizontal de acostarse a dormir pero no se durmió ni un ratito, como la noche que se quedó esperando a los reyes.
Pensó mucho y lloró porque se acordó de muchas cosas que en realidad eran lindas pero no podía hacer más porque Dios lo estaba mirando.
El sol lo encontró vestido para ir a la escuela. Se preparó la chocolatada y se hizo dos panes con manteca. La mañana estaba fresquita. Pedaleaba a toda velocidad y entrecerraba los ojos porque le gustaba imaginarse que estaba yendo a la escuela montado en el lomo de Falkor.
¡Hola Mateo!, le gritó Nicolás cuando lo vio llegar y vino corriendo rápido para mostrarle los dibujos que hizo para la historieta que habían inventado sobre un niño con superpoderes llamado Matt Thompson que combatía contra los fantasmas de casas embrujadas.
-Para, le dijo Mateo, y se agarró fuerte el rosario. No nos podemos juntar más nosotros.
-¿Por qué? ¿Qué te pasa?
-Porque tengo esto que me dio mi abuela y ahora Dios me puede ver siempre.
Nicolás examinó el rosario, misterioso artefacto que había lavado el cerebro de Mateo. A los mejor estaba embrujado. Estaba triste porque lo iba a extrañar y porque Matt Thompson ya no iba a ser tan poderoso.
-¿Te lo podés sacar un ratito?, le pidió.
-No sé, dijo Mateo. Me parece que no.
-Dale, insistió Nicolás. Así nos podemos despedir.
Mateo dudó un rato antes de quitárselo. ¿Qué pasaría si su abuela se enteraba?
Nicolás se abalanzó sobre él y lo abrazó muy fuerte y le dio un beso en el cachete.
-Te voy a extrañar mucho, le dijo, y salió corriendo.
Sonó la campana. La historieta quedó tirada en el patio húmedo de la escuela, justo en la parte en que Matt Thompson conoce a su nuevo superamigo, Nick Masters, que venía a ayudarlo a luchar contra un monstruo demasiado grande para él solo.
Microalmas (extracto)

martes, 1 de diciembre de 2015

Fuego

Fuimos con los chicos a pasar unos días en la casa de fin de semana de Valentino. Llegamos a Escobar en el 194 y nos bajamos en el centro. Ahí estaba él, que me vio pasar fumando y se apuró a detenerme.
-¿Me convidás fuego?-, me preguntó.
Mientras lo miraba sacarse el cigarrillo armado de la oreja me acordé que tenía un encendedor de más en la mochila. Lo saqué y se lo dí, sonriendo.
-Te lo regalo.
Noté que aquel gesto sencillo lo conmovió.
-Gracias... gracias, muchas gracias. Sos muy amable-, dijo, y la voz le temblaba. Le respondí que de nada y murmuré un chau, pero antes de poder voltearme volví a escucharlo.
-Esperá... ¿por la dudas sabés cómo llegar hasta la Ruta 26 desde acá?
Tenía los rulos despeinados y quizá alguna angustia encarcelada en la garganta. Me miró como te mira un nene que se perdió en la playa cuando ya se está haciendo de noche y hay mosquitos. Tenía los ojos pardos y húmedos, ojos que yo sabía que estaban pidiendo un abrazo aunque la boca no dijera nada. Temo que quien se conmueve con un pequeño gesto de amabilidad haya soportado demasiado odio, demasiadas cosas tristes. La mochila armada a las apuradas que le colgaba de la espalda habrá sido testigo del momento en que se hartó y salió a buscar la Ruta.
-No tengo idea para dónde es-, le dije.- Pero ojalá que la llama del encendedor te ayude a encontrar el camino.
El se quedó en silencio y yo me fui rápido. Perdoname, yo sé que necesitabas un abrazo, yo me di cuenta, pero no me animé. No abrazamos a desconocidos, nos educaron para eso. No importa cuánto les brillen los ojos o cuánto les tiemble la voz. Ojalá que hayas encontrado el camino a la Ruta 26. Ojalá que te hayas encontrado con alguien menos cobarde que te haya dado ese abrazo que me pediste sin decir nada.