Árbol Gordo Editores

martes, 18 de octubre de 2016

El doctor Sandwich

Algún día vas a entrar con tu traje y tu corbata a Tribunales, ¡vas a ser reconocido!, vos haceme caso, me dijo Ramón. Ramón me quiere mucho, yo me doy cuenta. Debe ser porque los abuelos no son abuelos, sino dos veces padres.
Hoy me acordé de Ramón y de ese anhelo pueblerino que tenía de verme enorme. La copia de M'hijo el dotor me miraba desde la repisa y qué orgullo hubiese sentido Ramón si me hubiese visto contando fojas. Pero no, qué fojas ni fojas. Me dolía un poco que sobre la mesa no hubiese sellos, ni expedientes, ni rastros de tinta. Me dolía un poco estar contando fetas de queso.
Mamá siempre decía que la pobreza te hace ingenioso y aunque no necesitara demasiado ingenio para montar un pebete de jamón y queso, venderlos era otra historia.
La gente en la calle es desconfiada: andá a saber de dónde sacó el jamón, andá a saber a cuánto compró ese queso, andá a saber si se lavó las manos antes de envolverlos.
A veces quisiera que sepan lo temprano que me levanto para que Julio me dé a mí el mejor pan, o que contaran conmigo los minutos eternos de fila para conseguir el muzzarella de buena marca un poquito más barato, mientras espío los carritos de los demás, llenos de postrecitos de chocolate y vinos que jamás podré invitarle a Ramón, que postrado en su ranchito de chapas todavía me piensa de traje y corbata y jamás soportaría esta realidad que aprieta más que la cofia que uso para que los pelos no se me vayan con los sánguches.
Los Tribunales de la calle Rojas se parecen un poco a un complejo de viviendas abandonadas, con los aires acondicionados destartalados escupiéndole aire caliente al mediodía. Subí los escalones con el sol pisándome los hombros con tanta crueldad, que me sentí una hormiga negra bajo la lupa cínica del chango que se escapa al patio porque no quiere dormir la siesta. Si vendo mucho, me doy el gustito y me compro una Coca, pensé.
A la hora del almuerzo, los empleados largan mate, fojas y teclados y se escapan hasta algún barcito a comer frituras. Golpeé muchas puertas que no se abrieron y sonreí sin ganas a través de las ventanillas desde donde me miraban con un poquito de pena y otro poquito de asco. Pero no me importaba. La pobreza te hace ingenioso, pero también te hace corajudo.
Muy rico todo, decían algunos. Volvé mañana, me pidieron otros. Había vendido casi todo y aquello me alivió más que los dos minutos de aire acondicionado que me regaló la señora que me hizo pasar a su oficina para darme la plata.
No me imagino cuán boba habrá sido la sonrisa que se me había dibujado en el rostro. Iba saliendo con el peso de los billetes en el bolsillo y esas ganas que no se me iban de tomarme una gaseosa y supongo que habrá sido por eso que cuando el cana me pegó el grito, me asusté tanto, como si recién me hubiese despertado y la pieza estuviera en llamas.
¿Qué está haciendo, señor?, me dijo. ¿Usted no sabe que acá está prohibida la venta ambulante?, me reclamó. Retírese, retírese.
No alcancé ni a pedir disculpas. Me hubiese gustado que al menos me pidiera por favor. Retírese, por favor, podría haber dicho, pero nadie le pide por favor al pibe de los sánguches.
Ese día dormí tranquilo porque pagué la pieza y me tomé la coca y hasta me alcanzó para un helado. Estaba contento, tan contento que al otro día no me costó nada levantarme temprano para buscar el pan calentito en lo de Julio. Tan contento, que los carritos de supermercado ajenos, llenos de chocolate y vino, no me importaban ni un poco.
Canté mientras cortaba el pan y canté un poco más mientras contaba las fetas y a lo mejor los vecinos de la pensión pensaron que me había vuelto loco, pero qué importaba.
Esta vez me avivé y fui para Tribunales más temprano. Vendí muchos sánguches, más que el día anterior. Algunos de los empleados me estaban esperando. La señora del aire acondicionado me hizo pasar de nuevo, me ofreció un vaso de agua frío y me dijo que qué rico pan, que dónde lo había comprado. Andá a saber dónde compra el pan, le habrán dicho, y tuvo que preguntar. Yo le conté de Julio, pero no me animé a decirle que me hacía ir a las seis, ni que la panadería me quedaba a diecinueve cuadras. No quería que sintiera pena por mí.
Me habían quedado ocho sánguches, seis de jamón y queso y dos de queso y verduras. Iba saliendo con los ojos en la canasta y la misma sonrisa boba cuando me choqué de frente con ese muro de tela azul marino que era el cana del día anterior.
Escuchame una cosa, negro de mierda, me dijo ¿No te dije que no aparezcas más por acá? ¿Querés quedar demorado? ¿Sos sordo o sos mogólico?
Soy pobre, quise decirle, pero no pude, porque cuando abrí la boca, el oficial agarró la canasta con una mano y mi brazo con la otra y me acompañó hasta la salida. Acompañar es una forma de decir, no sé cómo se dice cuando te llevan hasta la puerta de un lugar para echarte, mientras te repiten una y otra vez que la próxima vas preso, que la próxima te matan, que total nadie va a extrañar a un negrito retobado.
Cuando llegamos hasta las escaleras, el empujón casi me hizo rodar hasta la calle. Giré para pedirle mi canasta y lo vi agarrar uno a uno los sánguches que me habían quedado y estrellarlos contra el pavimento hirviendo. Los pisó con las botas, como si fueran colillas de cigarrillos. Me dio mucha lástima porque la comida no se tira y porque en mi casa no había otra cosa para cenar a la noche, pero peor es terminar preso, así que junté mi canasta y no dije nada.
La pobreza te hace ingenioso, y el ingenio es un gran aliado cuando a uno le extinguen un poco el coraje.
Tenía que hacer algo para volver a Tribunales, que para mí era como una mina de oro llena de señoras con blusas de modal y hambre de sanguchitos.
El que me prestó la corbata fue Julio. Me dijo que se la cuide, que era de la comunión del hijo. Planché como pude la única camisa que tenía y lustré desesperado el par de zapatos que heredé de Ramón. Cambié la cofia por el pelo peinado al costado, con una raya bien prolijita, y pinté de negro las letras blancas del maletín de lona que conmemoraba aquel XXIII Congreso Internacional de Ortodoncia y Periodoncia al que había asistido como camarero a la hora del café.
Llegué al edificio poco después de las doce.
Buenos días, doctor, me dijo el mismo cana de siempre. Cómo se nota que ni te miran a la cara cuando te fajan, pensé. Con no tener ropa de negro alcanza para pasar desapercibido.
Buenos días, ¿lo puedo ayudar?, me preguntó la señora del aire acondicionado. Sí que puede, le dije yo, y ahí nomás abrí el maletín lleno de sanguches. Ella quería preguntarme si yo era yo, pero no pudo, porque con la carcajada que le explotó entre los dientes chuecos alcanzó para que todos sus compañeros se acercaran a ver qué pasaba.
¡Este es el pibe de los sánguches!, exclamó una, dejando el catálogo de cosméticos sobre el escritorio. ¿Qué haces así vestido?, preguntó otro, cebándose un mate que de lejos se notaba que estaba bien lavado. ¡Les presento al doctor Sandwich!, dijo la señora del aire acondicionado, y todos nos reímos un montón.
Me hicieron pasar y les expliqué que la venta ambulante estaba prohibida en el edificio. Ellos me dijeron que no hiciera caso, que los canas hacen eso porque a ellos no les dan permiso de parar para comer. Yo qué culpa tengo, pensé, acordándome del queso fundido entre el borceguí negro y el cemento hirviendo de las dos de la tarde santiagueña.
Algún día vas a entrar con tu traje y tu corbata a Tribunales, ¡vas a ser reconocido!, vos haceme caso, me había dicho Ramón. Y Ramón tenía razón, porque los abuelos son padres dos veces.
Sigo yendo a Tribunales de traje y corbata todos los días, aunque ahora no me haga tanta falta. Ahí viene el doctor Sandwich, dicen cuando me ven asomarme a la ventanilla. Todos me conocen y me dicen hola cuando me ven pasar, aunque no compren. ¿Cómo le va doctor? ¿Le queda algún expediente de jamón y queso?, preguntan, y ellos se ríen y yo sonrío con ese mismo gesto bobo de siempre.
Me gusta ir a Tribunales para acordarme de ellos, sí, pero también para acordarme de mí. El hornero no se olvida del nido que construyó metiendo las alas en el barro.

domingo, 2 de octubre de 2016

Mirá

-Mirá esos putos.
-¿Cuáles?
-Aquellos dos.
-¿Cómo sabés que son putos?
-No sé, debe ser por la ropa...
-¿Por la ropa? Si tienen ropa de gimnasia.
-Tenés razón, deben ser las zapatillas, muy colorinches.
-¿Las zapatillas? ¡Pero si son esos botines de fútbol fluorescentes que se pusieron de moda!
-Cierto, no me había dado cuenta. Debe ser por el pelo, mirá cómo tienen el pelo.
-Pero Armando, ¿qué decís? Si tienen el pelo bien cortito, peinadito para el costado, como lo usa el hijo de la Gladis, que va a la escuela de policías.
-Mhm... tenés razón. Debe ser por los gestos que hacen.
-¿Qué gestos, Armando? Si están tomando una Cabalgata de pomelo mientras conversan.
-Entonces... entonces debe ser cómo se miran. Mirá cómo se miran, Liliana. Directo a los ojos. El morochito dice algo y el otro sonríe y baja la vista, y ahora la levanta y mirá, mirá como le clava los ojos, todavía mostrándole los dientes, como atontado, como si estuviera contento. ¡Mirá cómo le brillan las pupilas, Liliana! Y mirá cómo lo sigue con la vista cuando el otro se distrae un minuto, cuando se queda observando la plaza de ahí enfrente, o cuando toma un sorbito de pomelo. Es como si por dentro estuviese muriéndose de las ganas de darle un beso...
-Ahora que me fijo bien... ¡tenés razón, Armando! Y mirá lo que hace el otro: mientras el morochito habla, hace dibujitos en la mesa con el agua que transpira de la botella... Creo que está dibujando corazones... Y fijate ahora, parece que le está diciendo que el día está lindo, ¿o que él está lindo? y el morocho... se muerde los labios, ¡y larga una carcajada! ¡Dios mío, nos engañaron, Armando! ¡Estos chicos no son putos!
-¿Ah, no? ¿y qué son?
-¡Son novios!

Ramírez

Me es muy fácil describir el rostro de Ramírez porque pasé muchísimas horas mirándolo. Tiene los ojos negros y opacos, como zapatos de oficina viejos. Eso fue lo primero que noté cuando nos conocimos. También tiene los dientes derechitos y cuando sonríe, parece que está pensando en cosas feas. En hacer cosas feas. Se peina con gomina y raya al costado, tirando todo ese pelo rubio y finito para la derecha, y se recorta el bigote con una tijerita de plata, regalo de la madre, de cuando era chico, para que quede a dos milímetros por encima del labio superior.
Los puentes que nos unen también nos separan, me dijo Ramírez una tardecita que tomábamos mate en el patiecito de atrás de casa.
Por algún motivo, estaba convencido de que era necesario desmantelar todas las cosas que habitaban ese espacio que sobraba entre nosotros y así fue que, durante la celebración de la cuaresma, aprovechó para quedarse en casa y quemar toda nuestra ropa.
Me pareció una exageración, tuvimos que andar desnudos desde entonces.
A mí me había quedado el conjuntito que uso los domingos para la misa y que ahora vestía cada vez que necesitaba ir a comprar pan o pagar las cuentas, pero a Ramírez lo enloquecía verme vestida, entonces tenía que salir de casa muy temprano y regresar antes de que despertara. Las vecinas habrán pensado que nos estaban comiendo los piojos y que yo no tenía ninguna otra cosa decente que ponerme.
Yo sé que Ramírez no tenía malas intenciones, es lo que le dije siempre a mi hermana. Él era uno de esos locos románticos, decía que quería un amor sin barreras, sin fronteras, pero a mí me daba un poco de miedo que llegaran visitas de sorpresa y nos encontraran haciendo todas las cosas como Dios nos trajo al mundo.
Creo que la que llamó a la policía fue Marita. Creo no: sé que fue Marita. Marita es la vecina de la esquina, chismosa como el resto, pero mucho más sensata; no como la Nelly, la de enfrente, que cuando se supo que a la viejita de la casa de al lado del baldío la cagaban a palos, comentó en misa que ella siempre lo supo, pero que no había dicho nada porque no era asunto suyo.
Nelly es bastante boluda.
Menos mal que no quemaste este, le dije a Ramírez, mientras me ponía el conjuntito de misa para atenderle la puerta a los oficiales, que me dieron los buenos días y me preguntaron si estaba todo en orden. Está todo en orden, caballeros, les dije desde atrás de la puerta, mientras Ramírez aprovechaba mi distracción para abrirle la jaula a los cardenales. Tendría que haber advertido a los oficiales que Ramírez estaba loco y que había quemado toda nuestra ropa y que ahora había soltado los cardenales, porque decía que yo les prestaba demasiada atención... pero no me animé.
El jueves estábamos en la sala, mirando televisión. Me acuerdo que era jueves porque el lechero había pasado temprano y yo lo atendí desde atrás de la puerta, fingiendo una gripe fulminante.
Decía que estábamos en la sala, pero sólo yo miraba televisión, porque cuando espié a Ramírez por el rabillo, me di cuenta de que me estaba mirando a mí. No me quitaba los ojos de encima y cuando volteé, le vi la sonrisa de hacer en cosas feas.
Qué pasa, Ramírez, le pregunté, pero no dijo nada.
Salió corriendo de la sala y volvió a los pocos minutos, cargando su caja de herramientas. Recién entonces me animé a preguntarle otra vez. Qué pasa, Ramírez, qué pasa, dígame qué pasa, repetía una y otra vez, con impaciencia.
Usted mira mucha televisión, me dijo. ¿Por qué no usa ese tiempo para mirarme a mí?
Mientras hablaba, sacó la maza de la caja y empezó a darle al aparato hasta reducirlo a un montón de chatarra inservible. Tuvo que envolverse en una frazada para sacar el televisor hasta la vereda porque yo me enojé tanto que me encerré en mi dormitorio. Pobre Ramírez, él solamente quería que yo le prestara atención.
Me quedé dormida leyendo un libro y me desperté cuando sentí que un mosquito me picaba en el cuello. Quise espantarlo, pero no pude. Tenía la mano inmóvil y cuando miré, me di cuenta de que Ramírez había aprovechado mi siesta para coserla a la suya.
Ay, Ramírez, usted es tan ocurrente, le dije, mientras íbamos para la cocina. Me había pedido que le hiciera torta de banana. Pero no sé cómo esperaba que hiciera la torta, si sólo me quedaba una mano y era la que menos me servía.
Yo quería tenerle paciencia, pero no era fácil. Ramírez decía que cuando era chico su madre lo había abandonado, me imagino que remontar eso no es para cualquiera. Pero él era un tipo rudo, de los que no se achican con nada. O por lo menos, eso decía.
Con mi mano derecha cosida a la mano izquierda de Ramírez, las cosas se hicieron cada vez más difíciles.
Como no teníamos ropa para los dos, sólo yo me vestía para salir a hacer las compras y tenía que llevarlo a él envuelto en su frazada. No sé qué habrán dicho las vecinas, escondidas detrás de sus ventanas de rejas despintadas y cortinas finitas, de esas que dejan ver las siluetas cuchicheando del lado de adentro de las casas.
No pasó mucho tiempo hasta que decidí dejar de salir. Cuando le dije que había decidido quedarme en casa para siempre, Ramírez se puso tan contento que cantó toda la noche. No voy a mentir, a mí me alegraba verlo así, pero cada vez que teníamos que hacer caca juntos me ponía muy nerviosa.
El domingo estábamos cocinando el último paquete de arroz que nos quedaba. Sé que era domingo porque la vecina escucha la televisión muy fuerte (se está quedando sorda, pobre doña Emilce) y por el patiecito de atrás se colaba la voz de Silvio Soldán, que le deseaba un feliz domingo a toda la juventud.
En qué está pensando, que no me mira, me preguntó Ramírez.
Yo estaba pensando todas las recetas que conocía que se hicieran con arroz. Únicamente con arroz, de ser posible.
Ramírez, yo lo quiero mucho a usted, pero esta situación me parece exagerada, le dije. Ramírez me respondió que le había roto el corazón en mil pedazos y tuve que inventar que cuando dije “situación exagerada”, me estaba refiriendo a tener que comer arroz Dios sabe hasta cuándo.
Ramírez me dijo no te preocupes, negra, esta noche vamos a comer afuera.
Nos pusimos contentos porque era lo único que podíamos ponernos y entonces pensé que no tenía ropa como para ir a comer afuera, a menos que Ramírez se estuviera refiriendo a sacar las silletas al patiecito del fondo. Por las dudas le pregunté.
Afuera, afuera, a un restaurante, al que usted quiera, me dijo.
Pero qué nos ponemos, Ramírez, qué nos ponemos, si usted quemó todo.
Todo no, respondió él, y era cierto. Se había olvidado de quemar mi vestido de novia y su disfraz de Meteoro.
Ponernos el vestido y el disfraz fue bastante difícil, primero porque ya nos habíamos acostumbrado a andar desnudos, segundo porque cuando nos casamos, yo pesaba diez kilos menos, y tercero porque cuando a Ramírez le compraron el disfraz de Meteoro, medía un metro y doce centímetros.
Todo eso y que mi mano derecha estaba cosida a su mano izquierda.
Sé que las parejas en el colectivo nos miraban raro porque yo los espiaba por el rabillo cuando Ramírez no se daba cuenta. Cuando cruzamos Acoyte, me picó un mosquito en la teta. Instintivamente me llevé las uñas al escote para rascarme, lo mismo que hubiese hecho cualquiera, porque qué porquería que son los mosquitos, pero qué rico que es rascarse. El tirón me recordó que tenía la mano unida a la de Ramírez, que me dijo quedate quieta, por favor, que me estás haciendo pasar vergúenza.
Me enojé tanto que abrí la cartera y saqué la tijerita de plata con la que Ramírez se arregla el bigote y ahí nomás, chic, chic, chic, corté los hilos que unían nuestros dedos.
¡Qué estás haciendo!, exclamó él, pero yo no alcancé a responder porque ya me había bajado del colectivo y lo miraba por la ventanilla, mientras le decía chau con una mano y fuck you con la otra. Qué se vaya a cagar, pensaba, no tiene ni idea de lo que es que te pique una teta.
Hace seis meses que no veo a Ramírez.
Ayer vinieron a visitarme Laurita y Miguel para ver como estaba. Él llegó envuelto en una sábana de dos plazas y ella en una cortina de ducha medio ordinaria, de esas que venden en Casa Tía. Laurita y Miguel llevan once años cosidos y dicen que están muy contentos. Yo sé que en el fondo, Laurita me tiene un poco de lástima porque no estoy cosida a nadie y ya tengo más de treinta. A mamá y papá les debe pasar lo mismo. Avisaron que vienen el domingo, no sé con qué cara mirarlos (ellos llevan cosidos treinta y ocho felices años).
Laurita me recomendó que hable con Ramírez, que le pida disculpas, que a lo mejor aceptaba coserse de nuevo conmigo, que no podía terminar mis días como una descosida cualquiera.
Hoy al mediodía lo telefoneé. Me respondió que volvería a casa con la condición de que esta vez nos cosiéramos una mano y un pie. Le dije que lo iba a pensar, pero es mentira. Recién vengo de dejar una bolsa llena zapatos en el container .