Árbol Gordo Editores

viernes, 29 de abril de 2016

Fernweh (tercera parte)

Buen día, dijo Salvador. ¿Cómo estás?
Respondí que mal. 
¿Qué pasó?, me preguntó, sin apartar los ojos de las líneas que proyectaba sobre el papel.
¿No ves esto? Las universidades no dan abasto, prohibieron las fiestas, hay un protocolo para evitar la protesta.
Después de reflexionar un rato, Salvador volvió a hablar.
Es decir que están prohibiendo que la gente se reúna en grupos numerosos, como en la dictadura.
Él regresó a su café y sus dibujos.
Yo sigo mirando el vacío, mudo. Creo que se me está rompiendo el cosito de la esperanza.

Casa ficticia

Buenas tardes, escribo en relación al aviso de Todo Propiedades. Quiero que sepas que lo que me mostraste no era lo mismo que vi en las fotos. Allá todo lucía tibio, más madriguera que casa. Tenias libros viejos en los estantes y ninguno tenía polvo. La cocina era grande, porque te gustaba almorzar ahí. Sonreías mientras cocinabas el arroz y cada tanto hacías una pausa para beber un sorbo de vino. El dormitorio estaba siempre desordenado (debí suponer que aquello era un mensaje) pero en ese desorden había tanta armonía que hasta las sábanas hechas un bollo podrían haberse ganado un plano detalle en una peli independiente, de esas que se hacen con más amor que guita. Me ilusioné con esta casa. Me gustaban esos ventanales enormes por las que el parque de enfrente se metía un poco al living. Me gustaban las líneas de puntos de luz que dibujaban las persianas bajas a las ocho de la mañana del domingo sobre las paredes del comedor. Pero me comí un garrón. Porque lo peor no fue que me hicieras creer que me estabas mostrando tu casa, sino que detrás de todo ese decorado, tan obvio como la flor que esconde al elefante, hubiera semejante galpón abandonado, inhabitable y sucio. Ahí me di cuenta que vos no querías una inquilina, sino una boluda que se encargue de toda la mierda que tenías guardada en el galpón. Mirá, disculpame hermano, pero así no vas a alquilar la casa nunca. Saludos.

Solidaridad

La perversa idea de solidaridad que nos han inculcado nos hace entender que ser solidario significa comprar dos paquetes de yerba y darle uno a quien no puede comprarla. Es necesario que la solidaridad se desvista de esa idea religiosa de caridad y vuelva a ser discurso político, un hacer verdadero, un abogar por el derecho del otro a poder entrar al mercado y comprar su propia yerba en vez de esperar, un poco avergonzado, la que nos sobra a nosotros.

Tambacounda

Puse mi mejilla sobre el asfalto y respiré, respiré, respiré. Amul solo, no se lleve mis cosas, yo pagué ellas. Amul solo, seynaa. Tengo mujer, tengo hijo.
Amul solo, no me pegue. Puse mi mejilla en el asfalto y sentí el peso de una rodilla sobre mi cráneo. Otra vez la rodilla en la cabeza. La calle es un barco de cemento y el barco está lleno de hombres llorando.
Amul solo, soy médico, médico y negro; abogado y negro. Amul solo, ya no soy médico, ya no soy abogado, ya no soy escritor, ya no soy ingeniero. Sólo soy negro.
Soy el negro que vende anteojo, reloj, bisutería del glamour impagable. Soy el negro que no habla español y no puede defenderse. Pero el hambre no habla español, ni wólof, ni francés. El hambre habla un esperanto de rugidos perversos, baal ma. El hambre cuenta francos para pagar boleto. El hambre sube al barco y allá lejos queda Tambacounda, verde y vacía.
Puse mi mejilla sobre el asfalto y el asfalto se volvió verde y respiré, respiré, respiré, y mamá acariciaba mi cabeza y el sol se ponía entre las habas de las kigelias.
Amul solo, los que no pagan impuestos ordenaron que me pegue porque yo no pago impuestos. Nandu mako, naa ngi jegg ëlu, no me pegue. Yo no tengo auto. Yo no tengo casa. Yo no tengo país. Yo tengo hambre.

Prohibido tomar tereré

Nos guarecemos bajo un techo de lapacho y el sol hirviendo nos perdona un rato. Nos sentamos en ronda. Ahí nomás, el sonido del termo lleno de jugo y hielo se apodera de la siesta. Hacete un tere, un tere de limón, un tere de agua con cedrón. Nuestra orilla del mundo toma mate frío para que no le falte el aliento cuando el mediodía se pone bravo y las chicharras se quejan abrazadas a las ramas. Al tereré lo tomamos todos. Los ricos y los pobres, los negros y los blancos, los que viajan en el 8 cartel verde y los que conducen un Audi. El tereré nos vuelve horizontales un rato, nos regala identidad.
Hace poquito abrieron un shopping en Resistencia y allá el tereré está prohibido. El tereré y la torta parrilla, porque son cosas de pobre, ¿vio? De ñeri, angaú. Allá se toma Coca Cola y se comen hamburguesas carísimas y de mentira, ndayé. El tereré es para llevar a la salita poriahú donde faltan medicamentos, a la escuela donde no hay ventiladores, al hospital lleno de profesionales que no cobran, a la comisaría levantada a la vera del camino de tierra, trampa mortal en días de lluvia. El tereré es para los lugares donde no miramos, porque es de pobres, y a los pobres no se los mira. El shopping (construido por manos que ceban tereré) se lleva un pedazo grande de tierra, alwa-Chacú, pero no negocia con sus costumbres. El mall está dentro de Resistencia, pero a miles de kilómetros de los resistencianos. O los "resistentes", como me gusta decir a mí. No me inviten, yo no voy al shopping, yo prefiero la sombra del lapacho de este patio ancho que no quiere hacerme creer que mis costumbres dan vergüenza.

Hasta la última noche

En el preciso instante en que la noche te alcance, en duermevela, con los pulmones llenos de tanto día, con la piel arrugada de tanto mar, con los ojos brillantes de tanto sol, apoyame suavemente sobre tu almohada, apagá la luz, descansá para siempre. 
Mientras los hombres vencidos sueñan con libros que los aman, los libros, todos ellos, sueñan con hombres que los leen. 
Quiero ser página bajo tus huellas.
Quiero ser el texto que ames hasta la última noche. 
Quiero ser el libro más hermoso que leas.

Fan

Notas relacionadas: Rock y Machos

Pendeja, no digas que sos mi fan
si mi arte no alcanza para poderte violar.
Nena, no digas que sos mi fan
si cuando te tiro en la cama empezás a gritar.
Piba, no digas que sos mi fan 
si cuando estoy dentro tuyo te querés escapar.
¿Quién va a creerte?
Si sos mi fan,
si le dijiste a una amiga que te querés casar
conmigo,
con mi arte,
con mi macabro plan
de convertirte mañana en otra vagina usada,
en otra noche salvaje,
en otra puta que no dice nada.
Pendeja, ser mi fan te dejó desarmada.
Cuando pidas ayuda nadie va a hacer nada,
porque vos querías, porque vos buscabas,
porque soy tu dios,
impune,
canalla;
porque sos mi fan
quedate callada.

Sin querer

Y así, como esa mosca de alas húmedas ahogada en sal, temo haberte destruido cuando intentaba salvarte.

Esas cosas

Hola Juan. Me llamo Diego.
Ojalá leas mi mensaje, estoy muy triste.
Soy profesor de arte y sociólogo y hace muchos años me vine a vivir a Mendoza porque me enamoré. Acá no conocía a nadie, imaginate.
Medio a los ponchazos armé un proyecto para dar clases en centros culturales y me fui a golpear puertas por todos lados, presentándome, con la vergüencita que nadie puede negar cuando está en la lona y necesita laburar. Vos sabés. Así, con las cejas apenas levantadas y los ojos brillantes, pero convencido de que uno es bueno en lo que hace.
Así conocí a una directora a la que mi idea de enseñarle a los pibes a reflexionar a través del arte le pareció copada y me dio una mano grande para que Nación me pague un contrato por horas de talleres comunitarios.
Jamás podría explicarte lo que se siente ser testigo de la miseria a la que la falta de oportunidades condena tantas mentes tan jóvenes y brillantes. Pero yo estaba seguro de que podía ayudar. Yo confiaba en esos pibitos.
En cinco años, solamente falté a trabajar dos veces, Juan.
La primera vez fue el martes que me enteré que soy HIV positivo. Me quedé sentado un rato largo contemplando el vacío en ese consultorio de azulejos blancos y la voz del médico era eco incomprensible en mi cabeza.
La segunda vez, fue el viernes que Martín y yo nos casamos. Martín, al que mis amigos porteños todavía le dicen "El mendo" aunque ya hayan pasado como ocho años desde que nos vinimos a vivir acá.
Hoy tampoco fui a trabajar. Bah, sí, fui.
Fui pero me dijeron que el taller se había levantado.
Fui pero me dijeron que el programa ya no tenía plata para esas cosas. "Esas cosas", dijeron, Juan.
Fui pero me enteré que estaba despedido.
Falté dos veces nomás, Juan.
Ojalá leas mi mensaje, estoy muy triste.

Mentiroso

Mentiroso no, no dije eso. Pero es que tu versión ficticia de la verdad me resulta dolorosa, la privación ilegítima de la realidad siempre es un crimen para quien cree.

miércoles, 27 de abril de 2016

Fernweh (segunda parte)

Salvador apareció en el espejo la noche que, exhausto de tanta miseria, me senté a llorar en mi dormitorio con el estómago vacío.
"¿Qué te pasa?", me preguntó.
Primero tuve miedo. Pensé que era mi propio reflejo el que me hablaba y me creí desquiciado. Pero esos ojos no eran los míos. Esos ojos brillaban sin lágrimas, luminosos, como los de un perro que se ha refugiado de la tormenta en la galería de una casa muy bonita y ahora teme ser descubierto.
"Acá está todo muy gris", le dije. "¿Puedo atravesar el espejo y quedarme con vos?"
La duda fue un puñado de hormigas que trepó desde su pecho hasta sus orejas. Yo vi las hormigas, eran negras y diminutas. Entraban y salían de su cabeza apuradas, como si alguien hubiera pateado el hormiguero. Como si alguien le hubiese pateado el cráneo. Salvador suspiró, atormentado por los insectos que le mordían el cuello, los lóbulos, los pezones.
"Acá también está todo gris", dijo. "Y las hormigas a veces muerden demasiado fuerte. Pero si venís, podremos hacernos compañía. Yo puedo espantar tus hormigas y vos podés espantar las mías"
Comprobé que todos se hubiesen dormido y luego reí por la nariz, así, sonriendo y largando el aire por las fosas, como se ríe uno cuando se sabe tonto. Y yo me supe tonto al creer que alguien notaría mi ausencia.
Saqué la mochila y la llené de cuadernos y plumas, que era todo lo que tenía. Salvador se hizo a un lado para dejarme pasar. Metí primero un pie, tembloroso, y luego la pierna entera. Se sentía como si estuviera hundiéndome en el barro y me asusté.
"Tenes miedo, ¿no?", quiso saber.
"Mucho", avisé.
"Ese gris que te asfixia es un bosque. Y lo que ocurre con los bosques es que uno puede internarse hasta la mitad. Después de eso, sólo queda salir. Este espejo es la mitad del bosque."
Extendió una mano y la atrapé. Salvador estiró, yo cerré los ojos y mi nariz y mi boca se llenaron del barro del espejo.
Cuando volví a mirar, me encontré en una habitación circular, con el techo alto y las paredes de madera. No era de noche. El sol de las nueve de la mañana, recortado por la ventana, caía sobre el piso como una alfombra de luz. Todo era del color del maíz. Sobre la mesa con mantel de mandalas, habían servido un desayuno de miel y frutas. Y ahí estaba Salvador también, a través del espejo era todavía más hermoso.
"Me mentiste", reclamé. "Me dijiste que acá también estaba todo gris."
"Estaba", dijo Salvador, y me abrazó.

miércoles, 6 de abril de 2016

Parte del plan

Cuando alguien habla de amor a distancia, su voz siempre suena como si estuviera contando una mala noticia.
La distancia es la hija malparida de una nostalgia demasiado cómoda y un amor demasiado cobarde. Le imprimimos, irresponsablemente, el estatus de sentimiento. Por eso decimos que puede doler. Por eso la ponemos por encima del amor.
La distancia es la torta que no te comés porque vas a engordar, el libro que no te comprás porque está un poco caro, el cuento que no escribiste porque pensaste que nadie leería. Es un espacio vacío que llenás con miedo para agrandar, en vez de llenar con pasos para achicarlo. La distancia es la trampa que mejor escondiste en este bosque en el que ahora estás perdido. Un no hacer por miedo a lo que no es, nunca escuché cosa más estúpida.
Que la distancia sea sólo parte del plan. Que haya amor antes que distancia. Amor honesto como hiperónimo de las ideas que gobiernan los actos. Así descubriremos si eso a lo que llamamos distancia no es en realidad la expresión matemática de la excusa.