Árbol Gordo Editores

jueves, 29 de diciembre de 2016

Los muchachos

La cita era a las ocho en el café La Perla, frente al Palacio de la Revolución, que se alzaba en diagonal a la plaza con demasiada modernidad metálica incrustada entre las antiguas columnas y los arcos rococó que otrora vieron florecer a la Patria.
Octavio Pérez Córdoba llegó puntual y se descubrió el primero sentado a la mesa, vestida con mantel de Jacquard durazno y camino de mesa bordó, sendero de candelabros de plata coronado por velas blancas.
Año tras año, Octavio y los muchachos se reunían en La Perla para tomarse unos buenos vinos y recordar aquellos tiempos de hacer barullo en los pasillos del Saint Germaine College. Ni lerdo ni perezoso, aprovechó al mocito nuevo del café, que ya había llegado a dar la bienvenida, para mandarlo a buscar ese Casablanca Malbec con el que le gustaba arrancar la noche.
Como si aquel hombre ahí sentado fuera el mismísimo gobernador, el mocito, que se llamaba Luis y tenía carita de indio, corrió a la bodega a buscar lo que le había mandado don Octavio, que mientras tanto se sentaba con toda la espalda en el respaldo y apoyaba un brazo en la silla de al lado, en un gesto de satisfacción. Es que a don Octavio le gustaba mucho que lo atiendan.
Ahí nomás llegó el Luis, a las apuradas pero decoroso, como le habían explicado que tenía que hacer para ganarse una buena recompensa, ¡y qué contento que estaba el Luis!, que le presentaba la etiqueta a don Octavio y esperaba su aprobación mientras pensaba que con la propina de esa noche a lo mejor terminaría de juntar lo del alquiler.
El que llegó segundo fue don Segundo Schioretti, el de Schioretti Hermanos. A don Segundo ya lo conocían todos. Poco o mucho, no había alma en la ciudad que no les debiera un buen pedazo de sueldo a los Schioretti Hermanos. ¡Y bien que se cobraba el viejo Segundo! que hasta se había hecho poner un call center y había contratado un par de gurisas para llamar todos los días a los clientes morosos de la financiera.
Y ¡cómo te va, querido! exclamó don Octavio y ¡cómo te va, pendejo! gritó don Segundo y así nomás, con un chasquido de dedos, lo llamó al Luis y lo mandó a traer otra copa, que ese Casablanca Malbec le hacía agua la boca.
El Luis salió corriendo con decoro y enseguidita trajo una segunda copa para don Segundo y hasta le hizo una reverencia, mientras pensaba que con la propina de esa noche a lo mejor terminaría de juntar para la cuota atrasada del préstamo a sola firma que él también le había pedido a los Schioretti para pagar tres meses de pensión atrasada.
El que llegó tercero fue el Guillote Urribarrabuena, al que los muchachos le decían el Pendex porque no se le conocía hembra estable. El Urri decía que para marido no servía y lo único que había aprendido a hacer era patinarse la guita del viejo Eloy Urribarrabuena, que bien pillo había sido en los años en que todavía se le podía comprar por monedas su pedazo de monte a los indios, que más vale que vendían, si estaban cagados de hambre.
El viejo Urribarrabuena tenía más tierra que pata de negro, pero estaba gagá hacía años y el Guillote hacía el esfuerzo de manejarle los campos, la camioneta y las cuentas bancarias, aunque cada tanto se hacía un tiempito en medio de tanto estrés para pegarse una escapadita a Punta Cana a reforzar el naranja ladrillo que le pintaba la las arrugas de los ojos.
Y atrás del Guillote apareció el Luis con otra copa y con la espalda ya inclinada en reverente bienvenida y ¡qué vino ni vino! gritó el Pendex, ¡a mí tráeme un champán, pibe! ¡dale, metele! exigió, frotándose las manos, un toque pasado. Y qué no iba a salir corriendo con decoro el Luis, angá, que tipo soldadito marchó a buscar lo que le habían mandado mientras pensaba que con la propina de esa noche capaz hasta le alcanzaba para comprar los pasajes de tren para ir a pasar el fin de año allá en Colonia Rozas, que la verdad que extrañaba, porque las noches son tibias y la casa está como quieta todo el tiempo, como si nomás flotara en la humedad del monte silencioso y sólo los bichos tuvieran permiso de hacer bochinche.
En Colonia había silencio y también había un padre viejo y un pedacito de monte que el banco no le dejaría heredar. Vos tenés que rajar, pibe, le había dicho don Eusebio Pereyra hacia poquito más de seis meses. Y el Luis rajó nomás, qué iba a hacer. Se fue rápido, porque la valija no pesaba nada y porque después de cruzar la Shell de la ruta lo juntó un peón que iba para el pueblo y ya que estaba lo alcanzó hasta la estación. Y así se fue el Luis, con cuarenta pesos en el bolsillo y montado en un tren que amenazaba con descarrilar, mirando cómo el verde del monte se desarmaba del otro lado de la ventanilla, mientras batallaba con el par de zapatos viejos al que intentaba sacarle brillo. Llevalos nomás, pibe, le había dicho don Eusebio Pereyra. Si yo ya pa’ qué los quiero. Si yo ya no los viá ocupar. Llevá, pibe, llevá, haceme caso, que pa’ pedir trabajo hay que ir presentable y lo primero que te miran son las patas.
El Luis se espió los zapatos, escondidos allá abajo, después de la bandeja que sostenía con destreza, y se preguntó qué estaría haciendo don Eusebio Pereyra allá, acostadito en el colchón que ya tenía la marca de la parrilla de la cama, escuchando cómo la noche se comía el monte y preguntándose que ¿qué tanto estás pensando, pibe? ¡metele, dale! ¡abrilo! reclamó el Guillote, impaciente, haciendo música con los nudillos contra la mesa y con los ojos clavados en el pico de la botella, todavía cerrada.
El Luis se apuró a descorchar y no le había servido más de media copa cuando por la puerta apareció el muchacho que faltaba.
¡Último, Florentini! ¡como en gimnasia! lo saludó don Segundo y la mesa estalló en una carcajada estridente y ahí nomás don Manuel Florentini le dio flor de palmada en la espalda a Schioretti y le dijo sos un viejo hijo de puta y después miró al resto y les dijo qué hacen muchachos y le robó un sorbo de vino a don Octavio y les enrostró que ¡me vine exclusivamente por ustedes, manga de viejos pelotudos! Y enseguida contó que si la oposición se llegaba a enterar que se había morfado dos vouchers de esos que les da Salud Pública a los pibes con cáncer exclusivamente para ir a comer con ellos, lo escracharían en el Facebook una semana enterara. Son un peligro las redes sociales, se quejó don Manuel, sentándose a la mesa. Estos negros te aprietan dos botoncitos y te hacen quedar como un sorete, agregó, y todos asintieron, cagados de risa. Vos no te preocupes Fiorentini, que sorete fuiste siempre, le respondió don Octavio y el diputado Fiorentini le vació la copa de un solo trago y le dijo pedite otro vino y ahí nomás se arrimó el Luis, que estaba bien atento, y se llevó la botella vacía bien rápido, pero decoroso, y mientras tanto los muchachos se pidieron parrilla y siguieron chupando de lo lindo.
El que se reía más alto era Guillote, que para las dos ya se había sacado el blazer y hablaba a los gritos y qué no se iban a divertir, si el Guillote se acordó de la vez que a don Octavio lo agarraron haciéndose la paja en el baño en la hora de Historia porque la vieja estaba bárbara y en venganza, Octavio se acordó de cosas que a la distancia hasta tenían un poco el color del vino y hablaban de pendejas muy putas y sexo oral y polleras escocesas que supieron levantar y travestis que se habían cogido borrachos y así estaban, como en la anécdota, borrachos hasta la médula, cuando se hicieron las cinco y media y decidieron partir y mirá si no habrán estado en pedo, que al Luis le dejaron de propina como dos meses de alquiler y angá, pobrecito el Luis, que cuando fue a juntar la mesa y vio la plata arrugada entre las sobras se le llenaron los ojos de lágrimas y se tuvo que hacer el que al angaú le había entrado algo en el ojo, una basurita, o más bien un recuerdito tibio, una memoria de casa de campo y la cara de don Eusebio Pereyra, que lo vería llegar de la capital con regalos y todito perfumado y con un par de zapatos nuevos y bien lustrados.
Los muchachos se despidieron en la puerta de La Perla. Yo dejé el auto en el casino, dijo don Segundo. A mí me busca el chofer en diez, avisó don Manuel y entonces llévame al depto, dijo el Pendex, que a duras penas hilaba frase. A mí llévame al depto, que si me subo al auto y mato un negro después lo tengo que pagar por bueno.
Nos vemos el año que viene, pidió por favor don Octavio, cagado de sueño. Se acomodó un poco la camisa como para no parecer tan borracho y dijo que yo camino, muchachos, que si no bajo un poco el morfi después no duermo nada. Y así se fue don Octavio, tambaleándose y atontado, doblando la esquina y haciendo eses mientras la parte alta del Palacio de la Revolución se pintaba del color del sol recién nacido.
Don Octavio apuró el paso torcido y cruzó Rivadavia y siguió dos cuadras por Liniers para ir bajando el morfi y así llegó hasta la esquina de Salta y esperó, esperó, esperó y menos mal que estaba de saco, que la mañana estaba fresquita y la casa estaba lejos y siguió esperando hasta que el 87 apareció rugiendo calle arriba.
Pérez Córdoba levantó el brazo, paró el colectivo y subió sin decir ni buen día. Pagó los ocho pesos que costaba el boleto y fue a sentarse donde siempre: al fondo, un asiento antes de la puerta, del lado de la ventanilla.
La ciudad todavía dormía y las calles estaban vacías y fue por eso que el 87 no paró ni una vez durante todo el recorrido y después de un rato largo agarró Storni hasta 3 de junio y dio una vuelta a la rotonda y se metió por Cortázar treinta cuadras, hasta Pizarník. De ahí fue todo derecho, hasta que don Octavio se avivó de tocar el timbre media cuadra antes de Andahazi.
Se bajó en la esquina de Preciado y José de Vasconcelos, y pateó y pateó y el vino le daba vueltas en la cabeza y el sol ya había pintado de anaranjado los techos de chapa y los árboles del barrio y una lagartija cruzó la calle a las apuradas, levantando tierra con la cola y haciendo barullo entre el ripio.
Don Octavio le metió pata porque ya estaba más cansado que borracho y caminó con los zapatos llenos de polvo y ¡buen día, don Octavio! le gritó el hijo de Soto, que se iba en el carro a rescatar cobre de la chacarita que había allá, camino a Estero Viejo, y don Octavio levantó la mano y mostró la palma, como diciendo buen día, y enseguida saltó la zanja y fue por la veredita de pasto hasta encontrar el portoncito de lata que avisaba que ahí comenzaba su terreno, lo único que le quedaba.
Se metió hasta el fondo, arrastrando los pies, con los lapachos florecidos atestiguando el retorno de quien había sido rey en La Perla hasta hacía poco más de una hora y enseguidita encontró la casa, diminuta, mitad cemento, mitad chapa, y ahí nomás le salió al cruce la Chiqui, moviendo la cola, y ¡hola, Chiqui, buen día!, la saludó don Octavio, que la amaba con todo el corazón, angá, si era la única familia que le quedaba.
Entró a la casa y sintió que en la pieza ya hacía calor y se fue directo para la cama y se sacó el saco y el pantalón y los acomodó con primor en la percha de madera, que era la más linda que tenía, y metió todo al ropero envuelto en una bolsa de plástico de esas grandes que dan en Casa Tía. Pasaría un año antes de que volviera a vestirlos.
Y qué cagada, murmuró, mientras se metía a la cama. Qué cagada que se le había ido casi toda la pensión en la cena. Pero qué bien que la había pasado con los muchachos, pensó, y cómo le gustaba que lo atiendan, murmuró, y así, desnudo como estaba, se cubrió con la sábana raída y cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada, que tenía olor a humedad, pero no le importó nada.
Esa mañana, don Octavio Pérez Córdoba se durmió con una sonrisa en el rostro sudoroso. Una sonrisa de oreja a oreja que no era de felicidad, sino de alivio.

domingo, 18 de diciembre de 2016

La transpiración de los hipopótamos (La parte honda del río III)

Hola Sarita, ¿cómo estás? Te cuento que yo estoy muy contento porque al final, las vacaciones llegaron más rápido y la semana que viene mi mamá me va a venir a buscar para llevarme a casa.
La tía Nora dice que las vacaciones llegaron más rápido por culpa de las señoritas de la escuela, que están de paro porque el presidente no les pagó el sueldo, pero ella no sabe que vos te pusiste el pulóver para que el invierno se confunda los días y llegue más rápido.
La tía también dice que las señoritas tienen que agradecerle a Dios que tienen trabajo y que tienen que dejar de ser tan vagas y yo le conté sobre tu mamá, le dije que a ella tampoco le pagan el sueldo y que lee mucho y que tiene un montón de libros y que por eso vos sabés tanto sobre los animales y que se tiene que ir a la escuela caminando como más o menos cincuenta y cinco cuadras.
La tía no me hizo caso y me dijo que si le volvía a contestar me iba a dar una cachetada. Lo que pasa es que está muy nerviosa porque mi tío Antonio toma mucho vino y se va a dormir a otra casa. ¿Sabías que los hurones duermen veinte horas por día? A veces, yo también quiero dormir mucho, así puedo soñar muchas cosas y los días pasan más rápido hasta que volvamos a encontrarnos. Vos igual seguí poniéndote el pulóver, por las dudas.
Te cuento que lo primero que voy a hacer cuando llegue es ir a buscarte a tu casa y llevarte a Ñangapirí para que te cuide a vos. Es re valiente, Ñangapirí. A mí ya me cuidó un montón y los bichos negros se fueron para siempre y ya no tengo más miedo de dormir en la casa de mis tíos con la luz apagada ¡y menos ahora! que falta re poquito para volver.
Le dije a mi prima Lucrecia que iba a ir a pasar las vacaciones con vos y me dijo que qué aburrido, que las vacaciones son para que la gente se vaya de viaje a Brasil o a Mar del Plata, y yo le dije que sí, que tenía razón. Total, para qué iba a pelear. Ella no sabe que si cerramos los ojos podemos ir mucho más lejos que Mar del Plata. Ella no tiene idea de nuestro escondite secreto en la parte más honda del río.
¿Qué estás haciendo?, me dijo Augusto, y como yo no lo había escuchado entrar, me asusté. ¿Qué estás escribiendo?, insistió, y yo me apuré a meter la carta abajo de la manta porque abajo de las mantas hay como otro mundo, donde los secretos están a salvo.
¡Mostrame!, me exigió, y se me vino encima y yo no pude hacer nada porque Augusto es más alto y más ancho y tiene mucha fuerza y me agarró de la remera y me tiró al piso así nomás, como si yo fuera una hormiga de la plaza que se había trepado a un mantel de picnic para robarse las miguitas de las galletitas dulces.
¡Dame! ¡dame! gritaba, mientras desarmaba mi cama buscando la carta que le estaba escribiendo a Sarita. ¡Dame! ¡dame! protestaba porque no la encontraba y como yo no respondía, Augusto se puso muy rojo, como si tuviera ganas de pararse arriba de mi cabeza y hacerla explotar y tanto gritó, que la tía Nora vino corriendo a ver qué pasaba.
¿Qué estás haciendo en el piso?, me dijo cuando llegó, pero yo no pude responderle porque Augusto empezó a gritar ¡mirá, mami! ¡mirá, mami! y yo también miré y él tenía la carta que le estaba escribiendo a Sarita toda arrugada en el puño.
La tía Nora la agarró y se puso los anteojos (que le colgaban de una cadenita alrededor del cuello) y empezó a leer y yo no sé cómo me animé a gritarle ¡eso es mío!, pero ella ni me miró. Siguió leyendo y leyendo y leyendo y yo veía que ponía unas caras feísimas.
¿Así que tu tío Antonio toma mucho vino, pendejo de mierda?
Una vez mi mamá me dijo que cuando tirás una piedra contra un vidrio, el vidrio ya esta roto, aunque la piedra todavía no lo alcance.
¿Así que yo estoy muy nerviosa?
Me dijo que lo que rompe el vidrio no es la piedra, sino las ganas que tenés de ver el vidrio roto.
¿Así que querés dormir veinte horas porque no querés estar acá, negrito malagradecido? ¡Mirame cuando te hablo!
Cuando levanté la cabeza, vi que de la boca de la tía Nora salían un montón de piedras. Piedras negras, grandes como un puño, que se me venían encima más fuerte que la lluvia que cae de noche cuando a la siesta hizo mucho calor.
Me di cuenta que la tía quería romperme.
Lo que pasa es que la tía Nora está muy nerviosa porque anoche le dijo a mi tío que no tomara más vino y mi tío le dijo callate la boca, insecto.
A mi me gustan los insectos porque Sarita me contó que tienen una cosa que se llama exoesqueleto, que es como tener una armadura. Pero la tía Nora no es un insecto. Ella no tiene armadura y por eso mi tío la hizo llorar, pobre.
¿Cómo te atrevés a contarle a una completa extraña la intimidad de la familia que te está ayudando? Pasame el cinto Augusto. ¿Vos sabés lo que le cuesta a tu tío y a mí hacerte un lugar acá para que tu papá no te mate a golpes? ¿Vos te pensás que a tu tío le regalan la plata de la cuota de fútbol que tiene que pagar para que vos vayas a arreglarte un poco?
Yo no entendía muy bien lo que me quería decir la tía porque estaba más preocupado por Augusto, que había salido corriendo y ahora volvía con una sonrisa de oreja a oreja y el cinto negro del tío Antonio en la mano.
Mi materia favorita de la escuela es inglés porque la señorita dice que es como aprender sinónimos para decir las mismas cosas pero en otros países. Le intenté escribir una carta en inglés a mi mamá pero todavía no me sale muy bien. Igual, ya no me gusta más ir a inglés porque es a la tarde y los chicos de la escuela me esperan a la salida y por suerte mis tíos viven cerca y casi siempre me escapo, pero cuando me agarran, me pegan re fuerte.
Yo tengo miedo de los dos lados de la puerta porque me parece que la tía Nora me pega por lo mismo que me pegan los chicos de la escuela. Por lo mismo que me pegó mi papá el día que mi mamá se agarró el pecho y lo llamó al tío Antonio y le pidió que por favor que me llevara con él.
Me hice una bolita contra el ropero y me tapé la cabeza con las manos y la tía me seguía tirando piedras y cuando las piedras caían al piso se hundían, porque el piso era de agua y las piedras eran como burbujas y cerré muy fuerte los ojos y vi un montón de colores.
Y todos esos colores se convirtieron en Sarita.
¿Sabés de qué color es la transpiración de los hipopótamos? me preguntó Sarita una siesta que nos quedamos conversando tirados en el pasto.
Rosada, me dijo, y yo le dije que me dolían los brazos y ella me dijo que los hipopótamos nacen bajo el agua y yo le dije que tenía miedo porque la tía estaba muy enojada y ella me dijo que el nombre de los hipopótamos significa caballo de río y yo le dije que Augusto le pidió a la tía que me pegue más fuerte y ella me dio la mano y me miró a los ojos y me dijo que la tía Nora no sabe llegar a la parte más honda del río y yo le pregunté si los hipopótamos saben y me dijo que sí y a mí los brazos también me estaban sudando rosado, porque el cinto negro del tío Antonio tiene una hebilla re grande, y se los mostré y Sarita se murió de risa y me abrazó y me dijo ¡te convertiste en hipopótamo!

viernes, 16 de diciembre de 2016

La parte honda del río (La parte honda del río II)

Estoy muy preocupado por él, dijo el tío Antonio, agarrándose el pecho y mirándome con los ojos tristes, pero por fuera nomás, porque por dentro los tenía vacíos, como si alguien se hubiera robado sus verdaderas pupilas y en su lugar hubiese puesto unas bolitas de vidrio opaco. Además, vos vivís en un barrio muy feo, Claudia, dijo después, mirando a mi mamá, que bajó la cabeza porque pensaba que el tío Antonio tenía razón. Acá, mirá, acá a media cuadra tiene una escuela de primer nivel, enseñan inglés y computación. Y a dos cuadras, tiene una plaza. ¡Dios mío, Claudia! El pediátrico está a cinco minutos. ¿Vos pensaste qué vas a hacer cuando se te enferme a las tres de la mañana? ¿Cómo lo traés desde allá? ¿En la bicicleta? Haceme caso, hablá con mi hermano. Acá va a estar mejor.
Mi mamá no dijo nada. Giró la cabeza y me miró y ¡ay! cómo se le notaba lo triste. Yo estaba sentado en la alfombra, tomando la chocolatada que me había preparado el tío y el último sorbito me quedó entre la boca y el corazón.
Era domingo y habíamos salido a eso de las dos en la bicicleta. Me gustaba la bici porque mi mamá me dejaba ir sentado en el manubrio y si cerraba los ojos, parecía que estaba yendo a visitar a los tíos montado en el lomo de algún pajarito. ¡Más rápido, ma!, le pedía yo, y mi mamá pedaleaba con todas sus fuerzas y era como si la bici empezara a flotar y el viento se me metía por debajo de la remera y la inflaba y los otros pájaros nos decían chau cuando pasábamos.
Cuando terminé la chocolatada, fui a la cocina a lavar la taza y me encontré con la tía Nora, que se ve que estaba medio nerviosa, porque fumaba y movía las piernas con los ojos clavados en la pava de agua, que todavía no hervía. Cuando me vio me dijo que dejara la taza en la pileta nomás y yo le respondí bueno tía, gracias.
Igual, cuando vivas acá no pienses que te vamos a estar atendiendo ¡eh, sobrino! Ahora porque estás de visita nomás, me avisó, y me puso una sonrisa que era de felicidad, pero por fuera nomás, porque por dentro era como si alguien le hubiese puesto unos ganchitos de alambre en las comisuras de los labios para que sonriera más grande y ahora los ganchitos le estuvieran haciendo doler la boca.
Sí, tía, le dije yo, y me empezó a doler la panza. Es que los tíos estaban preocupados porque mi casa quedaba lejos y querían que yo me fuera a vivir con ellos, porque la suya quedaba cerca.
Pero mami, si la casa no queda cerca tuyo, entonces para mí queda lejos, no quiero venir, le dije mientras me subía a la bicicleta para volvernos, pero creo que no me escuchó porque no me respondió nada.
Tardamos mucho en llegar y más tardamos porque hicimos silencio todo el camino. Esa tardecita, ningún pajarito me llevó de regreso en el lomo, porque mi mamá pedaleaba despacito, como si sus piernas fueran de cemento. Nos fuimos alejando del centro y del asfalto hasta encontrar la rotonda de tierra de la entrada del barrio.
Mientras mamá me preparaba el bolso después de cenar, le escribí una carta a Sarita y le puse que hola, Sarita, ¿cómo estás? Te cuento que estoy triste porque me voy a ir a vivir a lo del tío Antonio y la tía Nora, con Augusto y Lucrecia. Lo que pasa es que ellos viven cerca y mi mamá quiere que yo vaya a una escuela donde enseñan inglés y computación. Ojalá en nuestra escuela enseñaran inglés y computación, así no tengo que irme a vivir allá cerca. También te cuento que el viernes mi papá me trajo la revista Billiken, te prometo que hoy la termino de leer y te la presto (le voy a decir a Cintia que te la lleve con esta carta, porque yo no voy a estar.) ¿Sabías que los tiburones bebés ya nacen con dientes para defenderse solos? Cuando nacen, se tienen que ir nadando muy rápido para que sus mamás no se los coman. Bueno, no te olvides de responderme la carta, mi mamá me dijo que me la va a traer la semana que viene cuando me venga a visitar, así que apurate. Voy a ir a la escuela nueva con las zapatillas que me regalaste así no me olvido de vos. Un día te voy a escribir una carta en inglés y otra carta en computadora. Te quiero mucho. Yo.
La casa del tío Antonio y la tía Nora tiene muchos cuartos y muchos baños y también tiene muchas escaleras y pasillos que llevan a puertas cerradas con llave. El tío dice que le gustan los animales y por eso tiene tantos bichos embalsamados y su estudio se parece a un museo. A mí no me gustan los animales embalsamados, les ponen ojos de vidrio. La tía Nora dice que son una belleza.
Otra cosa que no me gusta de la casa de los tíos es que está llena de bichos negros, que son unos monstruos que salen a la madrugada y flotan en la oscuridad de mi pieza y me miran con unos ojos que son verdes y brillantes y murmuran cosas que no entiendo. Creo que dicen que me quieren agarrar. Yo me tapo con la manta hasta la cabeza y me hago el dormido, pero cuando espío, ellos siguen ahí y se quedan hasta que se empieza a hacer de día.
Ya me hice pis encima dos veces. Me da miedo levantarme al baño (que queda re lejos de mi cuarto) y que los bichos negros me agarren. La tía Nora me retó mucho, pero no me pegó. Yo le conté sobre los bichos negros, pero no me creyó. Ella piensa que son luciérnagas, pero acá no hay luciérnagas. Las luciérnagas son animales que andan entre los yuyos y acá todo es de cemento y los únicos animales que tienen están embalsamados y tienen ojos de vidrio.
Hoy me puse re contento. Vinieron mi mamá y Cintia a visitarme y tomamos una chocolatada en la alfombra mientras los grandes conversaban. Me trajeron un sobre que me mandaba Sarita, que era lo que más estaba esperando. Yo le había contado sobre los bichos negros en mi última carta y ella me había respondido que no me preocupara, que ella me iba a ayudar.
Me había mandado un paquete re gordo y yo me moría de ganas de abrirlo, pero tenía que aprovechar el tiempo que mamá y Cintia se quedaban, porque recién podían volver el próximo domingo, porque ahora ellas viven lejos. Por eso, el domingo a la noche es la parte más triste de la semana, porque ahí empiezo a contar cuántas horas faltan para volver a verlas Ahora faltan 167.
Le pedí a mi mamá si la podía traer a la Negrita algún día y me dijo que no porque no entraba en el canasto de la bici, pero para mí que es mentira. Primero, porque la Negrita es re chiquitita y encima se porta re bien; y segundo, porque como la Negrita le había llenado de barro las zapatillas nuevas a mi prima, Lucrecia, mi tía Nora no la quiere.
Mi mamá me dijo que mi papá se había ido a trabajar, pero que me mandaba un saludo y que preguntaba cómo me estaba yendo en fútbol. Yo quería decirle que me estaba yendo muy mal, que el tío me obligaba a ir y que los chicos del club juegan a escupirse entre ellos y que a mí ese juego no me gusta tanto, que prefería volver a casa y jugar con Sarita al tutti-frutti o al ahorcado o a quién sabe más sobre los animales. Igual, Sarita siempre gana porque en su casa hay un montón de libros de su mamá, que es maestra.
Me está yendo re bien, mami, le mentí, para que no se pusiera tan triste. Me prometió que nos veíamos el domingo y me pidió que después le cuente qué me había regalado Sarita y me dio un montón de besos y Cintia también me dio un beso y después mi mamá la subió a la bici y se fueron despacito, despintándose en la oscuridad.
Ahora faltan 162 horas para volver a verlas y yo estoy leyendo la carta de Sarita debajo de la manta. Le pedí a la tía Nora si podía dormir con la luz prendida, pero me dijo que no porque se gasta mucho, así que le tuve que robar la linterna de la cocina.
Cuando estés asustado (había escrito Sarita, con unas A que parecían manzanas y una T que parecía un paragüas) tenés que cerrar los ojos y hacer como que metés la cabeza en la parte honda del río. Vas a ver que ahí no se escucha ningún sonido. Ahí no te pueden ir a buscar los bichos negros. Yo también voy cuando me asusto. Capaz si nos asustamos al mismo tiempo, nos encontremos allá, en la parte honda del río. Yo estoy esperando las vacaciones de invierno para que vengas a jugar conmigo. Acá te mando a Ñangapirí para que te cuide, cuando vuelvas me lo traés.
Metí la mano en el sobre y encontré el caballito de plástico, gris clarito, como pintado con el humo de una vela.
También te mando un cuaderno con todos los cuentos que se me ocurrieron mientras vos no estabas. Ojalá que te gusten. Dejé unas hojas para que vos también puedas escribir y después me los mandes con tu mamá. Todos los días me pongo un pulóver para ver si el invierno se confunde y llega más rápido. Te extraño, Sarita.
Me dormí leyendo los cuentos, que hablaban sobre las aventuras de Sarita con Carmelo, su amigo imaginario que vive en a piecita de las herramientas y que Sarita me va a presentar en invierno, cuando vaya a pasar las vacaciones con mis papás y mi hermana.
Me desperté muchas, muchas horas después y con muchas, muchas ganas de hacer pis. La linterna se había quedado sin pilas y cuando me asomé por debajo de las sábanas, vi a los bichos negros flotando en la oscuridad del dormitorio y enseguida me empezó a doler la panza, como si mi estómago fuera un trapo de piso mojado que alguien estaba escurriendo.
Cerré los ojos, haciendo fuerza para dormirme, pero enseguida me puse a pensar en la tía Nora, gritando con una voz que es más fuerte que los motores, diciéndome que era un asqueroso, reclamándole al tío Antonio que todo había era culpa suya y que ella no lavaba la meada del hijo de otra. Después, metía las sábanas en un piletón del fondo y abría la canilla y seguía gritando, sin prestarle atención al agua, que comenzaba a rebalsar y a llover en cascada sobre las baldosas rojas del patio y se metía en la casa y trepaba por las escaleras. De repente, todas las habitaciones estaban llenas de agua turbia en la que flotaban las camas y las algas, los adornos, los peces, las tortugas y los pobres bichos embalsamados. La tía Nora seguía gritando, pero yo no la escuchaba porque de la boca le salían burbujas. La casa se fue poniendo oscura y silenciosa, como la parte más honda del río. Apreté más los ojos (cuando uno hace eso, se ven dibujos de colores) y me destapé y así, descalzo y ciego como estaba, me puse de pie y salí de la cama y los bichos negros no pudieron hacerme nada, porque no los miré. Caminé rápido hasta el interruptor y abrí los ojos justo antes de encender la luz y la casa se secó y las camas dejaron de flotar y el río se fue todo por la ventana y los bichos negros ya no estaban y no hizo falta prender la luz porque junto a mi cama estaba Ñangapirí, que me miraba y tenía los ojos como hechos de humo de vela, pero por fuera nomás, porque por dentro eran como los ojos de Sarita.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Ojalá mi mamá supiera

Ojalá mi mamá supiera. Ojalá mi mamá supiera, pero no sabe. Las mamás nunca saben porque trabajan mucho. Mi mamá es enfermera y cuida a las personas cuando están tristes porque piensan que se van a morir.
Ojalá mi mamá supiera que cuando me suelta la mano, el corazón me empieza a latir tan rápido que se parece un poquito a las plantitas cuando viene tormenta y el viento las empuja y les pega y las estruja fuerte, fuerte.
Ojalá mi mamá supiera que cuando se va, el mundo deja de ser brillante y empieza a morirse un poco, como yo, como los árboles cuando los riegan con aceite hirviendo para que se mueran rápido y se conviertan en leña.
Ojalá mi mamá supiera que yo no tengo tanta hambre y que las galletitas que traen las figuritas de fútbol no me gustan tanto y que ojalá no hiciera falta que se fuera a trabajar para ganar plata y ojalá pudiera quedarse todo el día conmigo, contándome cuentos.
Ojalá todos los días fuera domingo, para que mi mamá no se vaya a trabajar.
Ojalá mi mamá supiera que la señorita Mónica me pega cachetadas cuando lloro porque la extraño.
Ojalá mi mamá supiera que hoy la señorita Mónica me puso un moño enfrente de todos mis compañeros del jardín y me sentó en el medio de la ronda y me dijo ¡dale, Fernando, dale, llorá! ¡Llorá como las nenitas!
Yo no lloro porque soy nena, señorita Mónica. Yo lloro porque extraño a mi mamá y ojalá mi mamá supiera.

La semilla de un monstruo

¿Y qué le hace pensar que yo nunca fui un monstruo? O la semilla de un monstruo. Pero hasta la mala hierba que incomoda a las rosas tiene el instinto de sobrevivir y empuja ese poco verde que tiene para encontrarse con el sol misericordioso.Perdona nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a los que arrancan la hierba que no luce tan bonita como la rosa que estalla en fuego escarlata, enfurecida, bajo una siesta de barrio, y se apropia de todos los ojos que caen sobre el cantero. Esa mala hierba que es semilla de monstruo hasta que se descubre las flores.

Los colores

-Escuchame una cosita, mamita, ¿vos qué tenés en la cabeza, me querés decir?
La señora Raquel tenía cara de sapo. De sapo malo, como esos enormes que hay allá en Colonia Benítez, que en verano se paran abajo de los postes de luz para comerse los bichos.
Yo ya no quería ir más a la salita, pero qué iba a hacer.
-¡Pariste hace cuatro meses, nena! ¿Tu mamá sabe que estás embarazada de nuevo?
Parece que la señora Raquel no entiende que, aunque a mí me duela tanto tener que ir a verla, necesito que me ayude. Parece que ella se olvida que hay veces que uno odia lo que necesita, como ese beso que te da tu mamá antes de soltarte la mano para que entres a la escuela, cuando sos demasiado chiquita para que tu guardapolvo esté tan gastado y la señorita te pone última en la fila para que la directora no vea tus zapatillas de lona, llenas de agujeros. Yo odiaba ese último beso, porque anunciaba su ausencia, pero lo necesitaba para sobrevivir.
-¡Vos tenés que aprender a decir que no, mamita! Quince años, tenés. ¿Sabés quién es el padre de este, por lo menos?
Yo miré fijo las baldosas de la salita, que eran un poco blancas y un poco grises, como la tiza contra el pizarrón negro.
Dibujo lo que quiero ser cuando sea grande, había escrito la señorita, que se llamaba Alba y tenía olor a quita-esmalte.
Cuando abrí la cartuchera, me encontré con un lápiz negro, un lápiz amarillo y un lápiz verde y pensé que con esos tres colores no alcanzaba para mostrarle a la seño lo que yo quería ser cuando fuera grande. Le pregunté a Gabi si me prestaba sus lápices y me dijo que la mamá no le daba permiso, así que tuve que dibujarme con los colores que tenía. Es muy difícil dibujar lo que querés ser si no tenés colores y nadie quiere prestarte.
-¿Cómo no le pediste que se ponga un preservativo? ¿No te acordás que te hablé de los preservativos? ¿Te acordás que te mostré como se ponían?
La señora Raquel me miraba fijo, con las cejas juntas y la boca hecha una línea recta. Yo murmuré que sí, que me acordaba.
-¿Y entonces? ¿Por qué no te cuidaste?
No me animé a decirle. Quería, pero no me animé a explicarle que al Miguel no le podía pedir nada. No supe cómo decirle que cuando el Miguel viene, yo tengo que quedarme callada y poner la cara abajo de una almohada, porque él no quiere que lo mire. Quería explicarle que yo hubiese querido que las cosas fueran distintas, pero que mi casa era una cartuchera vacía y que a esta altura ya no me quedaba ni un solo color para poder dibujarme. Porque en mi casa manda el Miguel y el Miguel no sabe nada de colores porque es todo negro.
-¿A vos te parece lindo que tus nenes no tengan padre?
Tienen padre, pensé, pero no dije nada. Qué iba a decir, si en mi casa manda el Miguel y el Miguel me dijo que si digo algo, la va a dejar a mi mamá en la calle. Qué iba a decir, si la señora Raquel no me quería prestar los colores para explicarle.

Para que Emilia sepa cómo estamos

Mi abuela, que no era mujer y vieja de balde, me dijo una vez:
-M'hija, si usted supiera que la felicidad vive en una de las casas del pueblo, pero no supiera en cuál, ¿qué haría?
Yo habré tenido diecisiete y me acuerdo que me quedé pensando un rato largo. Cuando abrí la boca para responder, ella me ganó de mano. Era ansiosa Emilia.
-Iría a tocar timbre casa por casa, hasta encontrarla, ¿o no?
-Mhm, y sí-, respondí y se me escapó una carcajada. Siempre me habían parecido fabulosas las cosas con las que me salía la vieja. Le palmeé el brazo y le dije tomá el café, abuela. Después le sonreí un ¿querés un pan con manteca? y comencé a preparárselo antes de que respondiera.
-Y dígame una cosa, m'hija, ¿hace cuánto que está tocando timbre en la misma casa y no la atienden?
Me acuerdo que después de eso, hizo silencio y siguió tomando el café con leche y fue como si todos los vecinos del monoblock se hubiesen tomado el café con leche al mismo tiempo, porque no escuché más nada, como si se hubiera apagado el barrio.
Emilia sabía que yo no quería ser maestra y que no tenía idea de cómo decírselo sin que el corazón se le extinguiera un poco. También sabía que ella no había querido ser muchas cosas cuando tenía mi edad y eso la había llevado lejos de su casa, por eso me dejó ir. Y como ambas odiábamos las despedidas, esa fue la última vez que nos vimos.
Hoy pensé en escribirle una carta para contarle cómo estábamos porque anduve vendiendo las enciclopedias por el Santa Rita hasta tarde.
Quería contarle que hoy, Andrea cumple quince y que Julio fue a ver si don Acosta quería que le corte el pasto, como para juntar algo, como para hacerle una tortita, por lo menos. Para salir del paso, como dice él.
Le hubiese escrito sobre el atardecer en el Santa Rita. Las casitas, que son todas verdes, se van encendiendo de a una, como las luciérnagas entre los yuyos. Yo iba por las vereditas, volviendo de no vender nada, pensando en que ni para la torta le había podido juntar a la gorda y en que ojalá don Acosta haya necesitado que Julio le cortara el pasto.
Me mordía los labios para no llorar, no pude ni decirle buenas noches al chofer del colectivo. Le puse las monedas en la mano y fui a sentarme en el último asiento, apretando el boleto con la misma rabia que sentí cuando el padre de dos nenas que me habían abierto la puerta me dijo que me compraba un librito si le chupaba la pija. Su mujer estaba ahí y no dijo nada, pero me miró y con los ojos me dijo que me escape.
Te juro que toqué todos los timbres, Emilia, pero la felicidad no estaba en ninguna casa. Yo no sé (y quisiera que me cuentes) qué te imaginaste cuando pensaste en la felicidad, la tarde que nos vimos por última vez. Para mí, en este momento, la felicidad tiene forma de una torta de cumpleaños que no pude comprar.
El colectivo me dejó a seis cuadras, pero a esta hora las cuadras son kilométricos corredores oscuros de este lado de la ciudad. Lo único que quiero es llegar a casa, prepararme un mate y ponerme el vestido más lindo que tengo para que la nena no se olvide que hoy es su cumpleaños, aunque no haya torta.
Entré y vi a Julio sentado en el sillón con Andrea y Lucas, esperándome a mí, que no sabía dónde poner mis manos que no traían nada.
Los nenes hicieron la cena, me dijo él, mientras tus nietos me besaban. A Andrea la abracé un poco más y cuando ellos se fueron para la cocina, con Julio nos miramos. Él también tenía ganas de llorar. No estaba don Acosta, me dijo como pudo, y puso los ojos en la tele.
Me maquillé y me puse un vestido que era de mamá y lo mandé a Julio a peinarse y prendí velas y lucecitas de Navidad. A los chicos les encantó y enseguida nos acordamos de la Navidad que te quedaste encerrada en el baño de atrás como una hora y nadie se animaba a ir a golpear la puerta porque pensamos que te había caído mal el vitel toné. Nos cagamos de risa, Emilia. Tu nieta es una guacha, se puso a imitarte cuando saliste re caliente, ¿te acordás? Nos empezaste a echar a todos y el Agustín, que estaba re mamado, te abrazaba y te decía ¡perdón, abuela, mirá si te nos ibas! Julio se quedó sin aire de tanto reírse. Después, Lucas se acordó de cuando lo agarraste tirando huevos por el balcón para ver si salía un pollito y le dijiste que aparte de castigarlo por romper los huevos, lo castigabas por boludo, porque si llegaba a salir un pollito se iba a hacer sorete contra el suelo. Aproveché tanta carcajada para soltar todas las lágrimas.
Hoy me hiciste falta, Emilia.
Cuando nos terminamos los fideos al pesto que hicieron los chicos, brindamos por Andrea y también brindamos por vos y después yo pedí perdón, porque ni para la torta había conseguido. Entonces, Andrea apagó las luces y salió corriendo para la cocina. ¡Casi me infarto de la risa, Emilia! Volvió cantando el feliz cumpleaños, sosteniendo un racimo de bananas con las manos en bandeja, ¡y encima de las bananas había clavado una velita! Los varones cantaron con ella, pero yo no pude, porque no podía parar de reírme. Me levanté y la llené de besos y lágrimas y la abracé fuerte, muy fuerte. La abracé por las dos.
Ella pidió tres deseos, apagó la vela y nos dio una banana a cada uno. Te juro que ninguna torta podía ser más rica que esa banana, Emilia. La puta que hoy me hiciste falta, che. Hoy me hubiese encantado hacerte un café con leche. Hoy me hubiese gustado poder contarte que por fin encontré la casa donde vive la felicidad y que no tengo que tocar el timbre para que me abra la puerta.

Las Mariposas

Hace solamente cien años, Estados Unidos invadió República Dominicana. Invadió posta, a lo TEG. Un milico capo gringo le dijo al Secretario de Guerra rajá amigo, o te bombardeamos todo y así fue como Don Desiderio Arias salió de la isla y a los tres días, the gringos ya se habían instalado una regia sucursal americana en el Caribe, a pasitos de Puerto Rico. Jugaron bien sucio. Si esto hubiese sucedido en el TEG, los jugadores ya se habrían cagado a piñas y tirado con las fichas.
Después de la Primera Guerra Mundial, los medios comenzaron a decir que era medio cualca lo de la ocupación y los hermanos no latinoamericanos terminaron retirándose. Pero dejaron un par de fichas, obvio. Les prestaron a los dominicanos dos millones y medio y les dijeron que tenían que aceptar a los oficiales de la policía que ellos habían creado, la Guardia Nacional. Ah, sí, y el control de los ingresos aduaneros :)
Cuando los gringos dijeron good bye, gracias, muy rico todo, hubo elecciones presidenciales. Ganó Vazquez, todo muy democrático, soñado, somos libres, foto para el face y República Dominicana comenzó a andar bien.
Un par de años después pintó bondi en Santiago de los Caballeros (soñado nombre medieval) y un grupo de hombres que todo mal con el presidente marcharon a Santo Domingo. Resultó ser que a la cabeza de la oposión estaba un tal Rafael Trujillo. Si lo googlean, verán que es parecido al reloj que habla, el de la película de La Bella y la Bestia. Y además de tener un asombro parecido con personajes de Disney, don Trujillo tenía un alto cargo en la Guardia Nacional. Yes, la policía gringa. The cat is in the island.
Es como cuando en el TEG pensás que no te pueden atacar y ponés tus fichitas color esperanza en ese pedacito de tierra y resulta que el de al lado tiene la tarjeta que dice "Destruir al verde." Angá :(
Rafael Leónidas Trujillo Molina, el señor que se parecía al reloj que habla en La Bella y la Bestia, se convirtió en presidente después de unas misteriosas elecciones con muchas escenas desaparecidas en las que los opositores sospechosamente decidieron retirarse luego de que unos enigmáticos muchachos de cierta organización llamada La 42 les explicaran que gracias por participar, que mejor suerte la próxima. Hasta los miembros de la Junta Electoral renunciaron. Ya fue ya. Trujillo subió al poder y casi como escrito para una película, tres semanas después un huracán zarpado mató a tres mil dominicanos.
Directa o indirectamente, el reloj Trujillo sería "presidente" de República Dominicana (para el Instagram) por 31 años. El mismo tiempo que le llevó a don Enrique Mirabal, un cheto hombre de negocios, lleno de hijas, perder toda su fortuna.
Las hijas de Mirabal sabían que con el ese relojito gringo en el poder, los dominicanos no eran libres y fue así que las señoritas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal se unieron a la 14 de Junio, una agrupación opositora al régimen. Se hicieron llamar "las Mariposas", como si hubiesen sabido desde el principio que ese viaje que emprendían les volvería efímera la carne.
El régimen encarceló, torturó y violó a Minerva y María Teresa una y otra vez. Las querían hacer callar. Fajaron a sus maridos y las amenazaron con la muerte de todo lo que amaban para hacerlas prostituir sus ideales.
Pero no pudieron, no podrían nunca.
Fue por eso que primero las encarcelaron, para que tres meses después, Trujillo ordenara liberarlas como un acto de generosidad y enseguida, hacerlas meter en una casa de adobe, forrada con caoba, donde la generosidad se quitó el hábito y reveló un monstruo de garras negras y colmillos llenos de sangre que le ordenó al capitán Peña Rivera que apaleara a las Mirabal hasta la muerte.
Y así fue hecho.
Por eso hoy es el Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer. Por estas y por todas esas Mariposas que se mueren con las manos llenas del polen que pare las semillas de la historia.

Lo vi abriendo los bolsos y las bolsas sobre las baldosas rotas de Yrigoyen, ahí, junto a los contenedores de basura, como invisible. Estaba encorvado y le dolían un poco las piernas, que seguro venían desde lejos, porque se las frotaba despacito, como pidiéndoles paciencia.
Después vi cómo se sacaba la camisa y la doblaba con amor, como quien dobla la ropa de un hermano que ya no está. Dobló la camisa y después se sacó el pantalón con timidez y vi que tenía la carne gris, como la tormenta que se nos venía encima.
Guardó toda esa ropa, que no servía, en una de las bolsas negras de plástico y recién entonces las paredes y las baldosas y hasta el contenedor de la basura se volvieron un poco menos grises, porque apareció ella.
La verdadera ella.
Se puso el vestido y se puso ese pelo y esos cosméticos de catálogo que le salvaban la vida, aunque fuera un ratito. Se montó en los tacos y se olvidó que las piernas dolían. Se olvidó de las camisas, de los pantalones, de cualquiera que no fuera ella. Su piel ya no era gris (y el cielo tampoco, porque toda esa hembra que acababa de resucitar, se le plantó y le dijo a la tormenta que hoy no, que ese día no iba a lloverle sobre la libertad.)
Sos hermosa, le dije.
Ya sé, me respondió, alejándose con sus bolsos y sus bolsas, bailando al compás de la música que llegaba desde la Avenida.



miércoles, 14 de diciembre de 2016

Los secretos de las casas viejas

Me gustan las casas viejas porque están llenas de secretos que solamente conocen sus habitantes.
Me gustan las puertas que deben levantarse unos milímetros para que la cerradura funcione y me gustan los movimientos precisos que hay que hacer para abrirlas sin ruido.
Me gusta saber cuál es la baldosa floja del patio, la que no hay que pisar cuando llueve, porque salpica y embarra las zapatillas. Me gustan las perillas de las cocinas que deben girarse hasta cierto punto, para evitar que se les salga el resorte.
Me gustan las ventanas que pueden abrirse sólo hasta la mitad, para que no se zafen las bisagras, y me gustan los botones de inodoro que deben apretarse suavecito para que la mochila no quede perdiendo agua.
A veces, el televisor de mi casa se queda en blanco y negro un rato largo, pero para eso también hay un secreto. Roberto nos enseñó a pegarle bien, a darle un par de golpes cerca de la antena, para que le vuelvan los colores.
Hace unos días, Roberto abrió el cajón de mi mesita de luz (hay que agarrarlo de abajo, levantar con fuerza y tirar, porque se traba) y encontró la carta que me escribió Nahuel antes de irse a Bariloche.
Como no te puedo llevar en el bolso, te llevo en el corazón, había escrito. Nahuel era el chico más lindo de la escuela. De todas las escuelas.
Me acuerdo que aquella vez llegué a casa tarde, que Roberto me estaba esperando y que cuando me vio entrar, no dijo una sola palabra.
Primero, fue el puño cerrado. Un puño pesado, hundiéndose en mi estómago como se hunden los pedazos de tierra seca que se desprenden del barranco y caen al río.
Quise preguntar qué pasaba, pero no pude. No me dio tiempo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la carta de Nahuel, obvio, escondida en el cajón. Creo que Roberto habrá pensado que yo era un poco como ese cajón, que le escondía cosas que sólo podía sacarme haciendo fuerza.
Mamá no dijo nada. Qué iba a decir, si Roberto ya la había roto hacía años. Ni siquiera abrió la boca cuando vio que después del puño, vino la manguera, que se me dibujó en el lomo como una víbora de sangre, testigo de carne hirviendo del linchamiento doméstico de un monstruo acusado de enamorarse.
Quise pedirle que pare, pero él no escuchaba. Quise pedirle perdón, pero él seguía pegando y yo no podía decir ninguna palabra porque de entre mis dientes sólo salían alaridos, como ratas enormes y grises que corrían desesperadas sobre el piso del comedor.
Mi hermano más grande también estaba ahí. Lo vi, distorsionado por la humedad que se comía mis párpados, y esos brazos anchos y borrosos resucitaron la imagen velada de esas siestas de invierno en que me alzaba para alcanzar el frasco de dulce de leche que después compartíamos con una sola cuchara, mientras Roberto y mamá dormían. Me das asco, decía mi hermano, una y otra vez. ¡Me das asco!, vociferaba, y después él también se animó a pegarme.
Hoy le escribí un mensaje a Nahuel para decirle que seguía enfermo y que no sabía cuándo iba a volver a la escuela. Le dije que lo extraño una bocha y que tenía muchas ganas de escuchar sus anécdotas de Bariloche.
Todavía tengo marcas en los brazos y me da vergüenza volver a clases. No quiero que Nahuel me vea. No quiero que Nahuel piense que estoy roto y que por eso Roberto me había golpeado tanto.
El padre le pegó mal, le escuché decir a mamá por teléfono ayer a la mañana, cuando llamó la señorita Mónica para preguntar por qué estaba faltando tanto.
El padre le pegó mal, dijo ella, y yo giré en la cama y traté de imaginarme cómo se hace para 'pegar bien' y pensé en el televisor de la sala. Mamá tenía razón: Roberto me habrá pegado mal, muy mal, porque no me volvieron más los colores.

La pobre

Ahí viene la pobre, le escuché decir a Loyola , y a los pibes que lo siguen a todos lados les explotaron los cachetes de intentar disimular la carcajada.
Preferí hacerme la sorda. Qué iba a decirles, si tenían razón: yo soy la pobre. Ellos me ven llegar todos los días en mi musetta que ¡angá! se queja como puerta vieja y hace un crujido que me avisa que en cualquier momento se me desarma en el medio de la avenida.
Qué iba a decirles, si ellos vieron mis cuadernos cosidos a mano, hechos con las hojas de impresora vieja que me regalan en Casa de Gobierno, esas que están perforadas en los márgenes y son tan grandes que alcanzan para tomar apuntes, pero también para tomarse unos minutos antes de dormir y escribir todos esos cuentos que me cuento a mí misma mientras pedaleo con la fuerza que me queda para salir de mi reino y meterme en el de ellos, que es un reino donde siempre hay fotos de veranos salpicando de amarillo todos esos mares anchos que nunca conocí. Es que en mi reino, el mar es un riacho manso que duerme detrás de la casa y espera la lluvia para hacerse más ancho y arrimarse a la ventana para espiarme.
Qué no me van a decir pobre, si ellos vieron mi gorrita, la verde, la que dice Iguazú '99, que me regaló doña Rosa ese día que me vio llegar en la bici, muerta de sed y más muerta de todo el sol de la siesta, que me ardía en el pelo negro y cortito. Es que las princesas pobres tenemos coronas de tela y carruajes de ruedas emparchadas que amenazan con desarmarse en el medio de las avenidas.
Qué no me va a decir pobre Loyola, si él se fijó en el barro que muerde el borde de mis zapatillas, como una extensión de ese caminito de tierra que se desprende de la ruta y se hunde hasta la puerta del monte, hasta ese castillo que habito y que no sabe nada de baldosas de mármol y muebles de ébano. Es que las princesas pobres vivimos en fortalezas de adobe y tenemos una corte de lapachos y guayabos que hasta nos aplauden cuando el viento norte les abraza las ramas.
Ojalá pudiera explicarle a Loyola que yo estoy ahí porque a mí me dijeron que la educación salva y que yo creo que él también puede salvarse, aunque piense que no necesita nada más, que ya lo tiene todo. Ojalá pudiera hacerle entender que esa risa que hoy le llena la boca no es más que el miedo a que su reino de hoteles en la playa se encuentre con mi reino de niditos de hornero en la orilla del riachuelo.
Ojalá pudiera explicarle que con cada vuelta de pedal, se me muere un poco esa princesa a la que le prometieron que el mundo es un poco más amable con los que estudian. Quisiera contarle que yo sigo pedaleando, aunque me arda la gorra y más me arda la panza, que sabe más de miedo que de almuerzos. Es que a las princesas pobres les sirven eternos banquetes de mate cocido y pan con manteca.
Ojalá pudiera explicarle que yo soy la pobre porque las cosas que tengo se guardan en el alma, no en los bancos, y por eso no se ven. Quisiera que Loyola sepa que en mi alma también hay un lugar para él, porque quiero salvarlo. Es que las princesas pobres no entendemos de títulos nobiliarios, pero con el título de profesora y la corona de tela a veces alcanza para rescatar a los príncipes dormidos.

Los pájaros perpetuos

Qué sabe el sol de las siete
de los hombres desvelados
por el monstruo incandescente del poema
que muerde los labios
y acaso los ojos
y acaso los dedos
y acaso hasta muerde un poco la sal que se arrima a la costa,
como buscando las casas de ultramar
que ya habité antes.
Qué sabe el sol
¡qué sabe!
de la lengua de terciopelo de la noche
que lame los árboles
y ¡qué sabe!
de sus dientes del color de la luna
que desmenuzan el parque que fue casa de pájaros
bajo los balcones de Flores.
Qué sabe toda esta puta luz naranja
de esos pájaros que no se mueren
y desvelan a todos los hombres
y a todas las hembras
que escriben poemas
para sobrevivirle a la noche,
para sobrevivirle a esas fauces
que mastican pájaros y mastican árboles.
No resisto el alarido de los pájaros,
ya no soporto el graznido eterno
que arde en nidos de carne
y sangre
y desvelo.
Los pájaros no se apagan,
¡los pájaros no se mueren!
La noche no se los come
porque más valen bramando
que muertos.
La noche no se los come,
los prefiere perpetuos.
¡Díganme qué sabe el sol!
que cada tarde se extingue detrás del cemento
anunciando la indómita vigilia,
dejando a los hombres a merced de las aves.
Díganme que sabe la luz
que aprendió a resucitar
y decide existir
mientras los hombres que sueñan con parques y pájaros
vuelven
rendidos
al lecho.

Las zapatillas de Sarita (la parte honda del río I)

La tarjetita decía que a las cinco, pero Sarita llegó a las cuatro porque su mamá la dejó de pasada cuando se fue a tomar el colectivo, así que nos sentamos abajo del gomero para ver lo que hacía mi mamá, que iba y venía por el patio, con el vestido de flores hecho una campana, inflado de tanto viento norte.
La tarjetita decía que a las cinco, pero mi mamá había salido en la bicicleta bien temprano, a las ocho, para ir a lo del Gringo a comprar las cosas para la tarde, para que esté todo listo antes de que mis amigos y mis primos llegaran.
Con Sarita mirábamos a mamá poner la mesa, que en realidad no era una mesa, sino una tabla larga que mi papá pintó de blanco para salir del paso. Mirábamos a mamá y mirábamos la mesa blanca, que se fue llenando de platitos de plástico rojo y chizitos y gaseosa de pomelo y, cada tanto, también se llenaba de las flores que se caían de los lapachos porque se habían quedado dormidas.
Sarita me hizo reír porque trajo la tarjetita que decía que la invitaba a mi cumpleaños de cinco a ocho por si en la puerta no la dejaban pasar, pero ¡cómo no la iban a dejar pasar, si era mi mejor amiga! Yo sé que Sarita es mi mejor amiga porque cuando se dio cuenta de que la tarjetita en realidad era una fotocopia, no se rió como se habían reido...
¡Los primos! avisó mi papá cuando escuchó el auto de la tía Nora. El auto o sus gritos, no sé. La tía Nora habla más fuerte que los motores y enseguida se puso a gritar que ¡cuidado con la zanja, Lucrecia! ¡cuidado que hay barro, Augusto! ¡se van a ensuciar las zapatillas nuevas!
Augusto y Lucrecia aparecieron en el frente de casa, saltando con cara de asco los charquitos, que eran como espejos para yuyos, acostados sobre la tierra húmeda.
¿No te podías ir a vivir un poquito más lejos?, le dijo la tía Nora a mi mamá cuando ella salió a recibirla, secándose las manos con un repasador. La tía tenía cara de enojada y mi mamá le dijo hola, Nora, pasá, pasá, te sirvo un poco de gaseosa con hielo.
Cuando vienen los primos, mamá se pone nerviosa porque nuestra casa es chiquita y ellos miran para todos lados y preguntan por qué las paredes están mojadas y por qué el techo es de chapas y por qué la puerta de mi cuarto es una sábana del Hombre Araña, pero nunca se fijan en cómo crecen los tomates de la huerta, ni les importan ni un poco las flores, como globos brillantes, que cuelgan de los árboles. Jamás preguntan qué significan las canciones de los pajaritos ni saludan al Tom y a la Negrita cuando les mueven la cola para darles la bienvenida. Al rato, se ponen chinchudos porque en mi casa no hay cable, ni videojuegos, ni computadora, y dicen que leer y dibujar es aburrido y enseguida empiezan a preguntar cuánto falta para volver.
Pero mi mamá dijo que igual tenía que invitarlos.
Para las cinco y media ya habían llegado todos y nos paramos alrededor de la tabla para tomar una gaseosa de pomelo y comer lo que había en los platitos.
Lucrecia le dijo a mi mamá que quería una chocolatada y Augusto se metía los chizitos en la boca y los escupía y como no había chocolate para la chocolatada, Lucrecia agarró su vaso de pomelo y lo vació en el pasto.
Este cumpleaños es una mierda, dijo.
A mí me dieron muchas ganas de empujarla y tirarla al barro, pero escuché la voz de Sarita y se me fueron las ganas de pelear, porque me mostró cómo hacer un caballo con palitos y chizitos y al final hicimos muchos porque los otros chicos se pusieron a jugar con nosotros y después Sarita nos contó que cuando los búhos se juntan en grupo, eso se llama "parlamento".
¿Cuánto falta para irnos, mami? dijo Augusto a los gritos, pero la tía Nora ni le respondió. No le hagas caso, me dijo Sarita. Te está buscando roña.
En eso llegó la Negrita. Venía de la calle, de jugar con los perros de la cuadra. Cuando me vio, movió la cola y paró las orejas, como diciéndome feliz cumpleaños, y enseguida se me vino encima, con tanta mala suerte que en el camino le pisó las zapatillas a Lucrecia.
Nunca la había escuchado gritar con tanta rabia. Lloró y pataleó y dijo malas palabras y después corrió hasta donde estaba la tía y le dijo que la perra le había embarrado las zapatillas nuevas. Yo corrí atrás de ella. ¡Fue sin querer, prima!, le dije, asustado. Tenía miedo de que mi papá la castigara a la Negrita.
Lucrecia me miró con los ojos llenos de odio. Creo que del otro lado de sus pupilas había un monstruo que quería comerme.
Vos porque no tenés ni zapatillas, me dijo, y la tía le gritó que si no se callaba la boca le iba a dar una cachetada. Yo sé que a la tía le daba vergüenza que a los primos se les escapara en voz alta lo que ella pensaba en silencio.
Mi papá, que no sabía pedir disculpas, no supo hacer otra cosa que agarrarla a manguerazos a la Negrita. Pobre Negra. Aulló finito, finito, como suplicando que la perdonen. ¡Pegale más fuerte, tío!, le pidió Lucrecia y mi papá le hizo caso porque no quería que nadie supiera que a él le daba mucha vergüenza no haber podido comprar las zapatillas que le había pedido.
Después de eso, la Negrita no vino a casa por varios días.
Mi mamá apareció con la torta en una bandeja y la canción del feliz cumpleaños en la boca y papá y la tía y todos los demás (menos los primos) cantaron con ella.
Me hicieron pararme en la punta de la tabla con todos los chicos y pedir tres deseos y soplar las velas y papá nos sacó fotos (después las mandaron a revelar y quedaron re lindas porque eran más o menos las seis y media y a esa hora los árboles del fondo de casa se veían mitad verdes y mitad anaranjados.)
La tía Nora vino con un paquete y mi mamá le dijo que muchas gracias, que no se hubiera molestado, y ella dijo que feliz cumpleaños, sobrino, que no era nada. Que era ropa que Augusto no quería usar, pero que estaba nuevita.
Mi papá me sacó una foto con la tía Nora, pero esa no salió tan linda.
Mi mamá agarró el cuchillo para cortar la torta y Sarita dijo ¡paren, que falta mi regalo! y sacó de abajo de la mesa una bolsita de plástico negro.
¡Sorpresa!, me dijo, cuando saqué las zapatillas. Estaban buenísimas. Eran rojas, con cordones blancos y unas tiritas de cuero marrón oscuro cosidas a los costados. Probátelas, me dijo mi mamá, que estaba re contenta. Cuando me las puse, me di cuenta de que me quedaban un poquito chicas, pero eran tan cómodas que no me importó. Me paré y era como estar parado arriba de la cama de mis papás.
La tía aprovechó que mi papá me sacaba una foto con las zapatillas nuevas para decir que gracias por todo, que muy ricos los chizitos, que se les hacía tarde para la misa. Nos tuvieron que obligar a darnos un beso con mis primos, que después se fueron saltando atrás de la tía Nora, que gritaba ¡cuidado con el barro! ¡cuidado con la zanja!
No se dieron cuenta, me dijo Sarita, muerta de risa, mostrándome los pies descalzos, escondidos debajo de la tabla.
Hoy nos vimos en la escuela y le conté que apareció la Negrita y ella me contó que le dijo a la mamá que se había olvidado las zapatillas en la puerta de su casa porque volvió caminando y había pisado barro y me dijo que su mamá le creyó y yo le conté que mi mamá dijo que ella era como mi ángel de la guarda y ella me contó que el domingo había visto un documental sobre animales y yo le conté que me quería comprar un cuaderno para hacer historietas y ella me contó que si le sostenés la cola a los canguros, no pueden saltar y yo le conté que hay una mariposa en África que es tan venenosa que puede matar seis gatos y ella me contó que los pingüinos se quedan con un solo compañero por el resto de su vida y yo pensé que ojalá Sarita y yo fuéramos pingüinos.