Ahí está. Escuchá cómo suena el hielo cuando el
vodka le cae encima. Me llevo el vaso a la boca y ¡ay! arde. Arde como una
llaga en la garganta, porque el vodka es baratísimo. Arde cuando llega al
estómago y arde cuando me saco el vaso de la boca y se me humedecen los labios.
Me limpio la boca con la manga del buzo porque no me importa si se ensucia. A
nadie le importa si el buzo se ensucia.
Puse los dedos sobre la Olivetti vieja y fue como si
las teclas no pesaran nada. Con ritmo militar, la máquina iba marcando las
letras sobre el papel. El 17 de noviembre es el día que elegí para la
muerte de Sara Soler, tipeé.
Necesito otro vaso. Doble. Azoté la puerta del
freezer, que hizo un ruido sordo, como una silla que cae sobre una alfombra.
Solté los cubos de hielo dentro del vaso y ¡ay! cómo me entusiasma ese sonido.
Son como campanitas, como las notas más agudas de un xilofón. Inclino la botella despacito. Apoyo el pico sobre
el borde del vaso, noto que me tiembla un poco la mano. El vodka toma impulso
desde el fondo, como una ola encerrada en un útero de vidrio. Y ahí viene, como
el mar que llega a la playa descontrolado, vertiéndose dentro del vaso y ¡cling!
las campanitas y ¡ay! cómo arde. Cuando trago, mi pecho se pone eléctrico y los
músculos de la garganta se relajan. No podría gritar aunque quisiera. Mi
cuerpo es blando pero espeso, como un puré de papas mal batido. Suelto el vaso
vacío a escasos centímetros de la mesa de pino y el sonido es como un balazo.
Ese día me senté a esperarla en la plaza, tipeé. La
vi salir con el pañuelo rojo alrededor del cuello y unas gafas de sol parecidas
a esas que usa Audrey Hepburn es Breakfast At Tiffany’s. Hasta tenía el cabello
recogido. Me puse de pie y la seguí. Dobló en Suipacha en dirección a Santa Fe
y me asusté cuando pensé que estaba a punto de subirse a un taxi. El semáforo
la habilitó a cruzar y también crucé yo, invisible en un mar de oficinistas.
Sara Soler lucía hermosa como siempre. Yo no quería matarla.
Agarro el vaso y maldigo al notar que está vacío. Me
pongo de pie rezongando, con el cuerpo adormecido (excepto los dedos) y saco el
vodka de la heladera. Miro la etiqueta. Creo que ni siquiera el nombre es ruso.
El Chino lo vende a veinte pesos, yo debo ser el único que lo lleva. Saco hielo
suficiente y me llevo todo a la mesa. ¡Pum! hace la botella cuando la apoyo. ¡Clank!
Hace la cubetera. A través del envase transparente veo la imagen enmarcada de
una pasionaria en flor. ¡Cling! hace el hielo que cae dentro del vaso y cómo me
gusta ese sonido, que es como el sonido que hacen esos adornos de caracoles mecidos
por el viento que cruza las galerías de las casas al costado de la playa. El
vodka se acomoda en el vaso, reptando entre los cubos, como una serpiente
o más bien como una sombra gris y borrosa. ¡Ay! mi garganta y ¡ay! mi estómago,
y la gota de vodka que se resbala desde la comisura izquierda de mi boca y rueda hasta
este buzo sucio. Siento que los muslos se hacen blandos y se desparraman sobre
la silla. ¡Crac! hace la espalda y ¡crac! hace el cuello. Sonrío, no sé por
qué. Sonrío para nadie y con el ceño fruncido. Qué sonrisa siniestra.
La vi encender la luz del departamentito del primer
piso minutos después de que entrara al edificio, tipeé. Agarró el teléfono.
Ocho y veinte. Si había algo que amaba de Sara Soler era su puntualidad hasta
para la costumbre. Seguramente ordenaría comida chatarra y se pasaría un par de
horas frente al televisor, olvidándose de todo. Olvidándose también de mí,
probablemente. Sara Soler, temo que te olvides de mí, por eso tengo que
matarte.
La marca del vaso sobre la madera y sobre otras tantas
marcas secas me robó la concentración. Decenas de hologramas de testigos de
vidrio por toda la mesa. Me sentí avergonzado. Y ¡ay! el carbón líquido rodando
por mi garganta, ensombreciendo mi voz que ya es ronca y débil. Pero cuando el
cuerpo se adormece, la voz ya no importa tanto mientras los dedos se sigan
moviendo. Un, dos, un, dos, la Olivetti le daba latigazos de hierro al papel. Y
suenan el vodka y las campanitas de hielo. Luego el rostro se pone caliente,
hierve, y los ojos se van cerrando y la boca empieza a salivar.
Tengo su pedido, tipeé. Vi a Sara Soler salir del
edificio, desconcertada porque la comida solía llegar entre las nueve y las
nueve y media. La agarré tan fuerte como pude y le cubrí la boca para que no
gritara. Callate la boca, le dije. Me la llevé al ascensor que era como una
jaula de pájaros gigante y ahí estaba ese pobre pichoncito, mirándome con un
horror que nada tenía que ver con esos otros ojos que se ponían brillantes
cuando, acostada junto a mí, un rato antes del amanecer, me pedía que le leyera
otro poema. Son hermosos los ojos de Sara Soler cuando le leen poemas. Ahí
viene la Reina, le murmuré al oído. Con sus manos tibias como el sol en sus
trenzas. Ahí viene la Reina, con sus dientes blancos que muerden duraznos que
sangran sobre sus labios. Miren a la Reina, recité. Miren cómo sonríe y
enciende la casa, oigan cómo murmura una canción de sirena. Miren cómo el Rey
mira a la Reina, que ahora se puso en el cuello el pañuelo rojo de seda. ¡Oh,
maravillosa Reina! Escogiste la horca perfecta.
Un retorcijón en el estómago me acobardó. Serví más
vodka dentro del vaso sin hielo y continué escribiendo.
La jaula llegó al primer piso y la Reina y yo
entramos al departamentito, que estaba apenas iluminado por ese velador junto a
la ventana por donde la miré cenar tantas noches.
Quise agarrar la botella de vodka y la tiré sobre la
mesa y ahí nomás maldije a mi madre. Un poco de vodka cayó sobre mis cuadernos
y otro poco puso grises las hojas de una edición de bolsillo de Alicia En El
País De Las Maravillas. Agarré el vaso con tanta fuerza que hasta pensé en el
cuello frágil de Sara Soler envuelto en el pañuelo de seda rojo y los ojos se me
llenaron de lágrimas. Y ¡cling! el hielo y ¡ay! mi estómago. Media botella de
vodka y aún no lo suficientemente en paz, pensé. Escuché los fuegos
artificiales y me arrimé a la ventana. Cuando consulté el reloj descubrí que
eran las doce en punto.
La metí en el dormitorio sin sacarle la mano de la
boca y la tiré sobre la cama. Aún aterrorizada, Sara Soler lucía preciosa.
Ojalá pudiera explicarle cuánto miedo siento. Porque yo no quiero que Sara se
muera, pero tampoco quiero que se olvide de mí. No sé cómo llegamos hasta aquí si
hasta hace unos meses tomábamos vino bajo las estrellas en una terraza llena de
plantas que traje del litoral.
¡Ay! mi garganta.
Enredé el pañuelo entre mis dedos, robándome el
espacio que sobraba entre él y el cuello blanco y delgado de Sara Soler. Aprieto
fuerte y cierro los ojos. Soy un león y Sara es un antílope. Siento su cuerpo
temblando debajo del mío, retorciéndose como un insecto alcanzado por el
certero golpe de un zapato. Sara Soler era un insecto. Aferro las piernas a los
flancos de la cama y uso mi mano libre para sujetar el brazo que no conseguí
atrapar debajo de mi propio cuerpo. Abro los ojos y me encuentro con los suyos.
No eran ojos de insecto ni ojos de antílope, eran los ojos pardos de Sara
Soler.
¡Mierda! La A de la Olivetti volvió a fallar y el
latigazo de hierro quedó a medio camino entre la máquina y la hoja. El vaso
estaba vacío y todo aquello me pareció excusa suficiente para darle un puñetazo
a la mesa. Sirvo más y ¡ay! y vuelvo a servir y ¡cling! y ¡pum!, la
botella contra la mesa, y ¡ay! Me limpió la boca con el buzo y lo huelo y me
doy asco.
Ahí estaban sus ojos y ahí estábamos yo y mi mano
envuelta en el pañuelo rojo de seda. Pobre Sara Soler. Por favor, murmuro, no
te olvides de mí. Aprieto el pañuelo con fuerza y vuelvo a cerrar los ojos y
soy león y ella es antílope e insecto y escucho el ¡crac! y su cuerpo deja de
moverse.
¡Ay! mi garganta. Ya casi no hay vodka. Se me retuerce el estómago y más se me retuerce el alma, porque Sara ya
no se mueve y yo tampoco quiero moverme. Repentinamente mi cuerpo se hizo de
piedra y lo que quedaba de vodka no llegó al vaso antes de bajar por mi garganta. Suelto la
botella. Ese nombre ni siquiera es ruso, pienso. Otros veinte pesos me ha
costado matar a Sara Soler.
La dejé sobre la cama y salí
corriendo del departamento, llevándome la llave. En la calle, el viento me pegó
en la cara y me tranquilizó. Antes de cruzar saco la billetera del
bolsillo y cuento el dinero que me queda. Veinte pesos, susurro aliviado,
sabiendo que mañana tendré que volver a matar a Sara Soler.
Hoy encontré tu blog gracias a facebook, y después de leer un par de publicaciones se lo recomendé a todo el mundo. Me dije: tengo lectura para rato. Pero en una tarde de llorar, reír, y llorar de risa leyéndote, se me terminaron las entradas... No lo podía creer!! Me encanta como escribís y me gustaría seguir leyèndote!! Saludos y felicitaciones.
ResponderEliminarMe paso lo mismo! Te leí en la semana x fb, ya estoy pensando en encargarme tu libro, escribis con el alma entre las manos y de nuevo encontré la literatura :) gracias x compartirlo!
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