Árbol Gordo Editores

domingo, 31 de enero de 2016

Hay gente esperándote

Anoche volvía de comprar birras del súper cuando me crucé con el pibe. Llevaba una valija y cara de angustia. Cuando me vio, me pidió permiso para hacer una llamada desde mi teléfono porque se había quedado afuera del departamento. ¿Va a tardar mucho tu amigo?, le pregunté después de que cortó. Tengo birras, si querés podés esperar conmigo. Me dijo que se tenía que ir. Como seguía lloviendo, le pasé la dirección de casa por cualquier cosa y lo vi alejarse por Malabia.
Julián tocó el timbre no más de veinte minutos después. Bajé, ya preocupado, y le abrí. La historia que me había contado era mentira. No se había quedado afuera, lo habían echado y no tenía donde pasar la noche. Diecinueve años y toda la calle encima, esa calle que ahora estaba húmeda. Tomamos birra y hablamos mucho. Julián es adicto al crack y estuvo en cana por chorear estereos. Me endulzó la guita fácil, me dijo, mientras fumaba esa mierda. Yo sé que hace mal, agregó. Estoy tratando de dejarlo. Lo miré a los ojos y me acordé de la vez que un pibe con cara triste me pidió fuego en la calle y yo, aún notando esa tristeza, no me animé a darle un abrazo. Me abalancé sobre Julián y lo rodeé con mis brazos y él también me abrazó fuerte y decía gracias una y otra vez con un nudo en la garganta. Diecinueve años y todo ese miedo encima.
Tu cuerpo es tuyo, le dije. Metete lo que quieras si eso te hace feliz, pero acordate que hay gente esperándote, a pesar de estar enojada con vos. Ellos están así porque no saben lo que te pasa, entonces no te cagues en ellos. No te cagues en los que te aman y quieren verte a salvo, le pedí.
Julián me contó que cuando fue en cana lo llevaron a "la leonera", una celda de Tribunales donde meten hasta cuarenta tipos juntos. Ese día me asusté, dijo, y no choreé más. Me anoté en el colegio y este año lo termino, agregó, como para echar un poquito de luz sobre toda esa historia trágica que era su vida. Hablamos de los pibes de la calle que paraban con él por Plaza Las Heras. Me contó de los códigos que manejaban, de las veces que tuvo que defenderse sólo para demostrar que podía, de la vez que le cagaron la guita de la droga y lo único que pudo pensar fue lo triste que le parecía que aquel pibe le pusiera precio a su palabra. Si valés doscientos pesos entonces no valés nada, murmuró. También hablamos sobre cómo se hace el crack y le dije que tenía olor a veneno para ratas. Te estás matando, Julián.
La noche nos fue quedando corta mientras el pibe hablaba y de a poquito se le fue ablandando el enojo. No mucho después, conseguí que llame a su viejo. Del otro lado, la voz del padre sonaba canchera, pero no canchera posta, sino con ese tono que tratamos de usar para parecer despreocupados cuando por dentro se nos está revolviendo el estómago. Mañana venís a casa, hijo, le suplicó el padre, y yo miraba a Julián y asentía y le murmuraba que no fuera pelotudo. Creo que lloró un poco, no sé, la terraza de mi casa estaba oscura.
Inflamos el colchón y el pibe se sacó la remera. Fue ahí cuando vi las iniciales que tenía tatuadas en la espalda: JMF. Son las iniciales de los miembros de mi familia, me explicó. Me reí y me preguntó qué me pasaba. Se ve que nosotros también somos familia, le dije, porque mis iniciales son las mismas. Julián sonrió y me dijo buenas noches. Se quedó dormido enseguida. Creo que ahora el corazón le duele un poco menos. Yo también sonreí. Es lindo terminar el día sabiendo que tenés un nuevo amigo.

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