La casa nueva era un elefante blanco de tres pisos donde estaba prohibido hacer ruido, tocar los libros de la biblioteca o jugar a la pelota en el patio diminuto de baldosas bordó. Sí se permitía, en cambio, mirar la tele. Mucha tele, para quedarse quietito y portarse bien.
Salvo por el Gato Félix y su valija mágica (de la que esperaba poder sacar algún día una poción para hacer que las semanas fueran sólo sábados y domingos eternos en los que pudiera volver a la casa de mis padres) nada de la televisación del mundo me resultaba mágico. Yo extrañaba al árbol gordo del patio, a la lluvia haciendo música sobre las chapas, al monstruo que vivía en el cobertizo del fondo.
La casa de los abuelos tenía los techos altos y las habitaciones llenas de gatos voladores. No sé muy bien qué forma tenían los gatos voladores. Sé que podían flotar en la oscuridad de mi dormitorio frío, que tenían sonrisas malignas y ojos que brillaban como brasas. Sé que me susurraban al oído que iban a hacerme cosas feas si salía de abajo de las frazadas. Y tan feas eran las cosas que me harían los gatos voladores, que no me animaba a levantarme a hacer pis y no pasó mucho tiempo hasta que empecé a mojar la cama. Asqueroso, me decía la abuela, mientras cambiaba las sábanas y ¡ay! cómo explicarle que había sido sin querer, que tenía miedo que los gatos voladores me atraparan.
Una mañana, Cecilia vino a visitarme. Ella también estaba preocupada. Supongo que de alguna forma se habrá enterado que a la noche los gatos voladores se aparecían en mi cuarto. Las madres siempre saben esas cosas.
Mirá, mirá lo que te traje, y me dio un cuaderno gordo, lleno de cuentos. Decenas de historias, escritas con una letra redonda y prolija, como la de la señorita, para que yo pudiera entenderla.
Los cuentos eran tan mágicos que la valija del Gato Félix de repente me pareció aburrida. En las historias de mamá había dragones buenos, brujas arrepentidas, pájaros que sabían silbar poemas y princesas valientes. Nunca le dije que sus cuentos me volvieron valiente a mí también y que una noche, mientras los ojos brillantes de los gatos voladores flotaban en el dormitorio, me animé a salir de abajo de las frazadas, abrir la ventana y gritarles que se fueran para siempre. Sus cuentos me habían salvado.
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