Árbol Gordo Editores

miércoles, 27 de abril de 2016

Fernweh (segunda parte)

Salvador apareció en el espejo la noche que, exhausto de tanta miseria, me senté a llorar en mi dormitorio con el estómago vacío.
"¿Qué te pasa?", me preguntó.
Primero tuve miedo. Pensé que era mi propio reflejo el que me hablaba y me creí desquiciado. Pero esos ojos no eran los míos. Esos ojos brillaban sin lágrimas, luminosos, como los de un perro que se ha refugiado de la tormenta en la galería de una casa muy bonita y ahora teme ser descubierto.
"Acá está todo muy gris", le dije. "¿Puedo atravesar el espejo y quedarme con vos?"
La duda fue un puñado de hormigas que trepó desde su pecho hasta sus orejas. Yo vi las hormigas, eran negras y diminutas. Entraban y salían de su cabeza apuradas, como si alguien hubiera pateado el hormiguero. Como si alguien le hubiese pateado el cráneo. Salvador suspiró, atormentado por los insectos que le mordían el cuello, los lóbulos, los pezones.
"Acá también está todo gris", dijo. "Y las hormigas a veces muerden demasiado fuerte. Pero si venís, podremos hacernos compañía. Yo puedo espantar tus hormigas y vos podés espantar las mías"
Comprobé que todos se hubiesen dormido y luego reí por la nariz, así, sonriendo y largando el aire por las fosas, como se ríe uno cuando se sabe tonto. Y yo me supe tonto al creer que alguien notaría mi ausencia.
Saqué la mochila y la llené de cuadernos y plumas, que era todo lo que tenía. Salvador se hizo a un lado para dejarme pasar. Metí primero un pie, tembloroso, y luego la pierna entera. Se sentía como si estuviera hundiéndome en el barro y me asusté.
"Tenes miedo, ¿no?", quiso saber.
"Mucho", avisé.
"Ese gris que te asfixia es un bosque. Y lo que ocurre con los bosques es que uno puede internarse hasta la mitad. Después de eso, sólo queda salir. Este espejo es la mitad del bosque."
Extendió una mano y la atrapé. Salvador estiró, yo cerré los ojos y mi nariz y mi boca se llenaron del barro del espejo.
Cuando volví a mirar, me encontré en una habitación circular, con el techo alto y las paredes de madera. No era de noche. El sol de las nueve de la mañana, recortado por la ventana, caía sobre el piso como una alfombra de luz. Todo era del color del maíz. Sobre la mesa con mantel de mandalas, habían servido un desayuno de miel y frutas. Y ahí estaba Salvador también, a través del espejo era todavía más hermoso.
"Me mentiste", reclamé. "Me dijiste que acá también estaba todo gris."
"Estaba", dijo Salvador, y me abrazó.

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