Árbol Gordo Editores

jueves, 15 de diciembre de 2016

Lo vi abriendo los bolsos y las bolsas sobre las baldosas rotas de Yrigoyen, ahí, junto a los contenedores de basura, como invisible. Estaba encorvado y le dolían un poco las piernas, que seguro venían desde lejos, porque se las frotaba despacito, como pidiéndoles paciencia.
Después vi cómo se sacaba la camisa y la doblaba con amor, como quien dobla la ropa de un hermano que ya no está. Dobló la camisa y después se sacó el pantalón con timidez y vi que tenía la carne gris, como la tormenta que se nos venía encima.
Guardó toda esa ropa, que no servía, en una de las bolsas negras de plástico y recién entonces las paredes y las baldosas y hasta el contenedor de la basura se volvieron un poco menos grises, porque apareció ella.
La verdadera ella.
Se puso el vestido y se puso ese pelo y esos cosméticos de catálogo que le salvaban la vida, aunque fuera un ratito. Se montó en los tacos y se olvidó que las piernas dolían. Se olvidó de las camisas, de los pantalones, de cualquiera que no fuera ella. Su piel ya no era gris (y el cielo tampoco, porque toda esa hembra que acababa de resucitar, se le plantó y le dijo a la tormenta que hoy no, que ese día no iba a lloverle sobre la libertad.)
Sos hermosa, le dije.
Ya sé, me respondió, alejándose con sus bolsos y sus bolsas, bailando al compás de la música que llegaba desde la Avenida.



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