Árbol Gordo Editores

viernes, 29 de julio de 2016

El Agustincito



Hoy estaba pagando en la farmacia y ¿sabés quién me atendió? El Agustín. ¿Cómo que qué Agustín, Roberto? El hijo de doña Eugenia, el Agustín Corvalán. Se ve que lo llamé con la mente, el otro día me estaba acordando de él cuando fuimos a comer con tu madre, que la Valentina no quería lavar los platos y el Marcelo la cagó un sopapo.

El Agustincito llegaba del liceo a eso de la una y media. Cuando tenía equitación se quedaba todo el día, pero generalmente una y media llegaba, lo traía el padre. Qué cara de nervioso que tenía ese hombre. Igual que vos, pero con camioneta y casa en Santa Lucía. Bueno, no te enojes, era un chiste, amargo. Igual, ¡para lo que le duró!

El tipo gritaba todo el día, no se le podía hablar. Hasta a mí me daban ganas de darle un sartenazo, te juro. Ese mediodía lo había retado al nene, que no quiso comer más y se levantó de la mesa. El padre le dijo que lavara el plato ¿y sabés lo que dijo el mocoso? ¡Qué los lave Ramona, para eso le pagan! Mocoso atrevido, pero qué iba a saber.

Yo sí sabía. Yo me di cuenta enseguida cuando el padre del Agustincito empezó con los problemas, pero hasta que dejó de pagarme habrá pasado por lo menos un año... No, qué esperanza, ¡dos años! Si él vendió la casa de allá, de Santa Lucía, cuando la hija de la Elsa cumplió los quince, ¿te acordás?

Ahí yo me di cuenta. Vendió la casa, el campo, la lancha, pero al Agustincito no lo querían sacar del liceo. Imaginate, ¿qué iba a decir la gente? Discutían cada dos por tres con doña Eugenia, por plata siempre. De a poco, él empezó a llegar cada vez menos a la casa y de un día a otro no fue más. Lloró desconsolada, pobre doña Eugenia. La madre le echaba la culpa de todo a ella. El Agustincito habrá tenido... qué se yo, ¿once años? ¿Qué edad tiene la Macarena? ¿Doce? Bueno, la edad de la Macarena habrá tenido.

Como a los tres meses se enteraron que el tipo le debía una vela a cada santo. A mí me debía dos paquetes ya, pero bueno, qué se yo. Doña Eugenia vendió todo. Todo, eh, pero no lo sacó del colegio al nene. Qué mal que la habrá pasado el Agustincito yendo al liceo en colectivo. Ahí todos van en Ferrari. Bueno, vos viste. Pasame la soda, haceme el favor.

Me acuerdo cuando doña Eugenia me dijo, llorando, que no fuera más, que no me podía pagar lo que me debía, que no sabía qué hacer, que el marido seguro estaba muerto. Era buena doña Eugenia, pero boluda. El marido habrá estado en Paraguay. A ella la agarró la crisis y la comieron los piojos. ¡Ja! ¿Vos te la imaginás vendiendo torta parrilla allá al costado de la terminal? Allá con la Nori. A ver, poné más fuerte que está hablando Moria. Qué mujer elocuente, por favor. ¡Escuchá lo que dice, Roberto! Esto está todo arreglado. Sacá los cubiertos que te sirvo más.

Bueno, bajá la tele, te sigo contando.

Un par de días después de que doña Eugenia me dijera que no fuera más, era el día del niño. Me aparecí con unas empanadas de pollo... ¡no miento!, de jamón y queso eran las empanadas. Unas empanadas, una bolsa enorme de chizitos y una Naranpol de uva. Le dije a doña Eugenia que venía a festejar el día del niño con el Agustincito. Ellos estaban pasando miseria, Roberto, ese mediodía no había nada más en la casa. Comimos en la cocina, habían vendido el juego de comedor.

Le llevé escondido al Agustincito el robot ese que tanto hinchaba las pelotas. La cara que puso cuando lo vio no me la olvido más. ¡Mirá lo que te compró tu mamá! le dije, como haciendo la que estaba sorprendida, al angaú. Le hice creer que el regalo se lo había comprado la madre porque no podía robarle a doña Eugenia lo que habrá sentido el nene cuando vio el robot. Me acuerdo que ella hacía fuerza para no llorar y me decía gracias, Ramona, gracias. Yo también hacía fuerzas para no llorar. Terminé de masticar lo poco que había y me levanté y empecé a juntar los platos, apurada, para que no se dieran cuenta de que tenía los ojos colorados, pero el Agustincito soltó el robot y me dijo dejá Ramona, dejá. Los platos los lavo yo, me dijo.

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