Árbol Gordo Editores

domingo, 10 de julio de 2016

Ruda

El sudor, como perlas de sal, le inundaba las costas de los ojos. Yo la miré y ella me miró y cuando nuestros ojos se encontraron vi el pasillo. Era un corredor bien oscuro y allá, en el fondo, había una puerta entornada, hecha con tablas. La empujé despacito y entonces había una casa, más bien una pieza, chiquitita. Las paredes de adobe me llenaron las córneas. También había moscas zumbando sobre los platos sucios y el techo de chapa se me vino encima. Hacía calor, me acuerdo. Ella lloraba sobre la camita. En la pieza no había ventanas, pero sé que era de siesta porque el polvo flotaba, suspendido, sobre los puentes amarillos que dibujaba el sol que se metía sin permiso por el espacio que sobraba entre el adobe y las chapas. Y entonces la habitación se puso fría, bien fría. El gringo entró con un machete en la mano, o una faca, no sé. Ella temblaba y el gringo se le fue encima, con los pantalones por las rodillas, o por los tobillos, no sé. Escuché el tintineo de la hebilla del cinto, pero no vi bien. Ella pidió por favor y el gringo se le cagó de risa y los puentes de luz se apagaron y la piecita se puso negra como los ojos de la changa y después no sé, no sé qué pasó después, yo no vi más nada, yo tenía las manos llenas de sangre, entre sus piernas, y el rancho estaba lleno de mosquitos y olor a ruda y afuera los perros le ladraban a las luciérnagas y yo ahí, arrodillada, con el changuito muerto entre los dedos y con la changa muerta sobre la cama.

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