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domingo, 10 de julio de 2016

El sol en una botella

Los primeros dos días en Curitiba fueron de encerrarse a escuchar llover y, cada tanto, salir con toda la ropa puesta a comprar quentão o pan de queso para luego regresar rápido, porque qué frío, porque cómo llueve.
Cuando llegamos al condominio en Xaxím, la casa estaba llena de albañiles que iban y venían como hormigas, entrando bolsas de cemento al patio. Lo bueno del mal clima es que nos permite a los litoraleños desconocidos entablar alguna que otra conversación bien honesta sobre la añoranza del verano y ese sol que se estira lo más que puede sobre la costa para lamer las últimas gotas que resbalan de las latas de cerveza. Pero con Caco no pude hacer ni eso. Su portugués, bien cerrado, como si se hablara más a sí mismo que a quien estuviera dispuesto a escuchar, nada sabía de formatos académicos de dar los buenos días o preguntar que de dónde es uno, que qué anda haciendo por Curitiba, que cómo llueve. Él se dio cuenta en seguida de lo que me costaba entenderlo y pronto dejó de hacer esos comentarios que nunca había podido responderle más que con una sonrisa boba.
Las nubes dieron tregua cerca de las dos de la tarde y un sol amarillo y misericordioso cayó sobre las tejas rojas. El frente de la casa se puso tibio, como una cuna, o quizá como un nido, porque el mato cruzando la avenida se llenó de silbidos y hasta los pájaros se acomodaron en las ramas para acariciar el sol. Fuimos a sentarnos a la galería y Caco salió detrás de nosotros, cargando una pila de baldosas. Supongo que habrá visto nuestras caras, como girasoles, como olfateando el calorcito, como extrañando el verano.
-Da para poner un poco en una botellita y guardárselo para más tarde, ¿no?, dijo, así, bien clarito, sonriendo. Largó la pila de baldosas y se fue para adentro, sacudiéndose las manos en el pantalón, no como un albañil, más bien como un poeta, porque de los dedos se le desprendía más magia que polvo de cemento.

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