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domingo, 10 de julio de 2016

Fernweh (séptima parte)

-Gracias, Salvador, le dije, y Salvador me miró y vi que los ojos se le llenaban de flores y la piel morena de los pies descalzos comenzó a deshacerse, como se deshace la cucharada de miel que cayó en la taza de té caliente, sobre el suelo del monte.
-¿Por qué?, me preguntó.
-Por todo. Por esos caballos que me galopan en el pecho cuando rozamos las narices. Y por ese sol que me amanece en la panza, que es casi espalda, pero igual está inflada de esperanza, como una playa ancha donde esos nenes flacos juegan a ser futbolistas y llevan camisetas de hueso y hasta pueden oír los aplausos entre las olas bravas. Y gracias también por la electricidad que me hace chispas en la yema de los dedos cuando se encuentran con la carne blanda que te envuelve, y me acelera el pulso, y me ilumina los dientes. Gracias, Salvador. Por fin te encontré. Saberte vivo me ha reverdecido.
-Vos eras verde hace mucho, respondió él, con misericordia. Puede que lo hayas olvidado cuando la tierra empezó a agrietarse sobre tus raíces. Menos mal que me dejaste lloverte encima.
-Menos mal, repetí. Tu amor es la victoria en una guerra contra mí mismo.


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