Para Salvador
Apareció por casualidad. No existe nada más casual que las escaleras
del subte. Él bajaba y yo subía. La carpeta que llevaba bajo el brazo se le
resbaló y todo se llenó de hojas mecanografiadas. La escalera, las hojas y sus
ojos eran una imagen maravillosa.
Me apresuré a juntar los papeles y se los fui pasando. No sabía por
qué, pero me temblaban las manos. Me sentí torpe. Quería mirarlo pero también
quería rescatar las páginas que amenazaban con escaparse montadas en el viento
frío de mayo. Las letras, como hormigas en fila, me golpeaban la cara y no
quería leer, pero no podía evitarlo.
El párrafo me llenó los ojos y me obligó a mirar, pero con culpa, como
quien mira la rodilla blanca que asoma bajo la falda demasiado corta de la
maestra del sexto grado.
“En aquellos primeros momentos, la pureza que me cegaba también creaba
un escudo. Él, camaleón, de repente me avisaba que siempre había estado ahí,
camuflado bajo el ataúd de María, detrás de las cortinas de la abuela, bajo la
cama de mi primo, en el fondo de la laguna, en las grietas de los zócalos, en
el cuello de mi padre, bajo el disfraz de payaso, en el puño de mis compañeros
de clase de colegio religioso.”
Aquella confesión leída a las apuradas me golpeó la cabeza como una
maceta llena de pensamientos que cae desde un balcón y ahora tenía el pelo
lleno de tierra, pero los ojos llenos de flores. Él me miraba, inmóvil,
asustado. Sus monstruos me espiaban desde sus pupilas negras. Lejos de
asustarme, me conmovieron.
Antonio, me dijo, y extendió la mano para estrechar la mía. Cuando me
acerqué lo suficiente percibí el olor a melón de su piel morena y ya no quise
continuar mi camino si él no me acompañaba.
Tomamos un café en Boulevard Charcas y otro día almorzamos frente a
Parque Centenario y a la semana siguiente me invitó a tomar un vino en la
terraza de un bar de actores cerca del Abasto.
Había algo mágico en la voz de Antonio. Sus cotidianeidades eran extraordinarias.
A la hora de la cena, la casa se llenaba de olor a arroz con ajo y tal vez sólo
había arroz esa noche, pero también había un velador junto a la cama que
pintaba la habitación de anaranjado y que Antonio encendía para leerme hasta
que el sueño me vencía.
De a poco me fue explicando quién era. Me contaba cuentos con
protagonistas frágiles y yo me fui enamorando de esa verdad suya que aprendió a
vestir de poesía.
Algunas madrugadas lo escuchaba salir de la cama y correr hasta la
máquina de escribir, sudando. Cuando sus monstruos gritaban, Antonio debía
purgarse. El sonido metálico de las teclas contra el papel lo apaciguaba y un
rato después volvía a la cama, me abrazaba y me daba un beso en la espalda. La
habitación volvía a llenarse de olor a melón y me tranquilizaba.
Los episodios se volvieron cada vez más frecuentes. A veces se
despertaba gritando y cuando intentaba abrazarlo se zafaba y se escapaba y otra
vez el sonido metálico y el sudor y mi pecho que se llenaba de la angustia de
quien atestigua la muerte de un animal indefenso. No te mueras, Antonio,
murmuraba cada vez que lo escuchaba llorar y escribir.
El doce de enero me desperté sudando y él no estaba ahí. Lo llamé
varias veces, pero el eco de la casa vacía me avisó que era en vano. Recién cuando
me incorporé descubrí los cajones vacíos y los libros ausentes de la repisa
blanca. Antonio no estaba ahí y su máquina de escribir tampoco. Se habían ido para siempre.
Los meses siguientes fueron siniestros. La casa estaba llena de
pretéritos y mi boca llena de vino y pastillas. Me tumbaba en la cama,
derrotada por el cansancio, por esa ausencia suya tan agotadora, y esperaba que
el amanecer lo trajera de regreso. Esperaba verlo entrar por la puerta,
acostarse a mi lado, abrazarme y besarme la espalda y que el olor a melón
trepara por mi nariz. Quería escuchar sus cuentos mecanografiados a las
apuradas después de una pesadilla.
Pero Antonio nunca regresó.
Esa noche me excedí con las drogas y cuando llegué a la
cama la habitación se parecía más a un bosque de árboles secos. Cuando me caí,
el colchón no era de espuma, sino de tréboles. Yo estaba de espaldas y escuché los pies arrastrándose, pero no quise voltearme, no me animé.
Estoy soñando, pensé, y tragué saliva. El sonido de las teclas de la máquina de
escribir retumbó en mi cabeza como retumban las balas. Me cubrí el rostro con
los brazos y cerré los ojos con tanta fuerza que hasta se me escaparon un par
de lágrimas.
Soy yo, dijo Antonio.
Levanté la cabeza y ahí estaba él, con la carpeta bajo el brazo y los
ojos negros llenos de los mismos monstruos que había visto antes. Me sonrió y
me preguntó qué ocurría y le dije que tenía miedo, que dónde estaba, que por
qué se había ido. Le dije que tenía el estómago lleno de vino y pastillas, pero
que aun así, más me dolía su ausencia.
Leeme un cuento, le pedí por favor.
Antonio abrió la carpeta y comenzó a leer para mí. Yo me acurruqué
junto a él y apoyé la cabeza en su pecho. Su corazón latía rápido como cada vez
que estaba ansioso y su piel tenía más olor a melón que nunca.
Cuando terminó, le pedí que leyera otro. Y uno más. Y después de ese
me dijo que era tarde, que tenía que despertarme, pero me negué. No quiero
volver al departamento vacío, le dije. Allá sólo hay vino y pastillas y los
rincones están llenos de fantasmas.
Nunca regresé.
Supe mucho tiempo después que intentaron despertarme. Supe que mi
madre lloró como no había llorado nunca, pero no me importó. Ahí, donde estaba,
los fantasmas no podían alcanzarme porque Antonio leía para mí y su corazón no
dejaba de latir y el olor a melón me envolvía y me habitaba.
Ahí, donde estaba, ya no habría eneros calientes que me vieran
amanecer sudada, con la casa llena de eco y los cajones vacíos.
hola juan, pasaba por acá, por que siempre me hacen bien tus palabras, quiero agradecerte por eso.
ResponderEliminarabrazo
gaby.
Como ya te comenté una vez, la transferencia es increíble. Saludos.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo puedo parar de leerte y emocionarme. Que hermoso es poder sentir con solo leer.
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