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viernes, 25 de marzo de 2016

La otra infancia

De pequeña, solía pasar largas horas mirándome al espejo. Me acariciaba el rostro y el cuello. Me pasaba los dedos por los labios, me rozaba los pezones y, despacito, iba bajando por el vientre hasta encontrarme con "eso".
"Ya se va a caer", pensaba, mirándome el pene.
Mis compañeros de clase me decían mujercita, y aquello me entusiasmaba. Nenita, nenita, cantaban, pero no alcanzaba para que la maestra me diera permiso de ir al baño con las otras nenas, o para evitar la tormenta de puños que dos o tres veces por semana me alcanzaba a la salida de la escuela. A las nenas no se les pega, había dicho la señorita una vez, pero se ve que yo era parte de un grupo de nenas a las que sí se les puede pegar.
¡Pateá como hombre!, me gritaba el profesor de educación física y todos se reían de mis movimientos demasiado frágiles y de mi voz demasiado suave. No era buena en fútbol, lo reconozco, pero si tan sólo me hubieran dado la oportunidad de demostrarles lo asombrosa que era patinando, tal vez hasta se hubiesen sentido orgullosos de mí.
Una mañana de domingo, desnuda frente al espejo, osé esconderme el pene entre los muslos y ponerme la bata de seda de mamá. Qué bonita me quedaba.
No recuerdo muy bien qué pasó después. Papá entró al dormitorio y me sorprendió jugando. Apretó los dientes, se arrojó sobre mí y los puños de los chicos de la escuela ya no eran tan poderosos comparados con los suyos.
Sentada en la ducha, llorando, veía la sangre y el agua tibia arremolinándose en el desagüe. Las chicas de la escuela decían que la primera vez que sangrás duele, pero nunca me imaginé que tanto.

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