Árbol Gordo Editores

martes, 3 de julio de 2018

Los monstruos mansos



Aquel día, el día que desapareciste, volví a sentir esa piedra ahí, en la boca del estómago, donde dice mi amiga Paula que está el plexo solar.

Desaparecer es una palabra bastante hipócrita, pensé. Porque vos no habías desaparecido: simplemente decidiste no mostrarte ante mí. Y eso no tiene nada que ver con la continuidad de tu existencia, ni mucho menos con este deseo mío, y sólo mío, de encontrarme con vos.

Esa noche me dormí pensando en la vez que nos peleamos por alguna estupidez y terminamos diciéndonos todo lo que veníamos escondiendo detrás de la nuez de Adán, en el fondo de la panza, en algún rincón oscuro de ese depósito de cajas y cajones que habitamos los humanos cuando cerramos los ojos. Un depósito del que solamente yo tengo la llave, pero que insisto en mostrarte, para que entiendas que ese día que nos peleamos por alguna estupidez y terminamos diciéndolo todo y vos agarraste un espejo y me mostraste mi rostro desfigurado de ira, ese rostro no era yo, sino más bien la parte de uno que se enjaula con candado, del otro lado de los párpados, y que a veces se hace líquida, como las lágrimas, y se escapa, y nos mata un poco.

Desaparecer es una palabra mentirosa, porque vos estabas allá, en algún lugar donde mis ojos no te veían ni te leían, y sé que estabas a salvo y que seguro te reías con esa risa que cura plexos solares.

Y mis ganas de verte seguían siendo sólo mías.

Y las ganas de tenerte para mí en ese momento.

Y también las imágenes, todas las imágenes que desató en remolino tu ausencia inesperada.

El telón de carne de mis párpados se desplomó sobre mi rostro y ahí estaba yo y ahí estaban las cajas, los cajones, las jaulas y todos mis monstruos enjaulados, volviéndose líquidos en plan de fuga iracunda.

Ojalá me hubieses visto, pero vos no estabas.

Me senté junto a la jaula, los observé un rato largo y ellos también me miraron y gruñeron un poco y me dijeron soltame y susurraron cosas que sé que jamás dirías, pero qué más daba, si ellos querían que los suelte, si los monstruos nomás buscaban deslizarse por mi lengua y saltar al aire convertidos en cuchillos para desfigurarte la cara, la risa y cualquier recuerdo tibio que aún conserves de mí.

Los monstruos enjaulados y yo nos miramos un rato largo y después les hablé de vos. De vos y de todos esos milagros diminutos que suceden después de vos; y de todos esos ansiosos ardores que después de vos, ya no existen.

Ojalá me hubieses visto, pero vos no estabas. No habrás de estar nunca de este lado de los párpados, y eso ya no me duele. Son sólo mías las cajas, los cajones, las jaulas y las memorias diminutas del amor que me habita y que alimenta a los monstruos, que desde entonces son mansos.

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