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sábado, 21 de julio de 2018

Más allá del kilómetro 42

Miraban por la ventana, cada uno una cosa diferente.

Silvio paseaba los ojos por los contornos viborescos de las ramas de la Santa Rita, que crecía al lado del piletón del fondo.

Mónica observaba al pájaro que acababa de posarse en el borde del pozo de agua. Se preguntó si volar dolería en las alas como duele en las piernas correr.


Todavía había platos sucios sobre la mesa, pero no le importaba. No como antes, cuando los nenes eran chicos y Mónica los atendía masticando la comida.

Federico les regaló una cafetera. La envolvió en papel dorado y le puso una tarjeta que decía cosas sobre el destino bastante absurdas, pero la madre no le reprochó nada.

El nene pensaba -o creía, mejor dicho, porque qué distinto es creer de pensar- que sus padres estaban destinados a vivir juntos una historia de amor de cincuenta años.

Pero era mentira.

El destino, si es que existe tal cosa, había querido, apenas, que Mónica y Silvio nacieran en el mismo pueblo, lo suficientemente pobres como para no poder jamás alejarse por la ruta, mochila al hombro, para saber qué hay más allá de la YPF del kilómetro cuarenta y dos.

El destino, si es que tal ficción ya ha sido escrita, quiso que a Mónica y Silvio les gustara compartir la cama, pero nada más. El resto, fue hacer silencio y ser buen cristiano, para no defraudar a nadie.

¿Será que volar duele como correr?, preguntó, por fin, Mónica.

Andá a saber, le respondió el marido. ¿Será que a las plantas les duele no poder ir a ningún lado?

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